Con campera artesanía, luce en el terroso suelo, su tosca madera y cuero overo-pampa, una silla.
Cerca, la pila de astillas implora cálido fin, arrodillada al perfil moreno de la cocina.
Como sombra con pereza ascendiendo en lento paso, la pared y el cielorraso muestran del humo la huella.
Olla, caldera, fregón, atizador y rendido, como esclavo fugitivo, rodó en el suelo un carbón.
El mate, quedó embretado en su pedestal de tiento, del tempranero rodeo, prolijamente “ensillado”.
Callada, contra el adobe, permanece la alacena, que en el almuerzo y la cena pondrá loza, acero y bronce.
Hay un estante adornado con papel color violeta, que muestra hierbas y especias; ‘secretos de buena mano’.
Y en un rincón, dormitando, descansa gaucho el apero, inspirándole a los perros sus hazañas de a caballo.
Retinta la damajuana, se insinúa provocando para entregarse chirriando, seco el mimbre de su enagua.
Media hoja de la puerta previene la acometida, de patos, pollos, gallinas y lechones en carrera.
(Carrera que yo corría, cachorro en aquellos años, con ellos entreverado en campera algarabía).
En fin, esa es la cocina humilde de paja y barro. Alguno que otro cacharro, burla la memoria mía.
Y trajinando sencilla, en reflexivo silencio, me parece que la veo… anda la abuela María.
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Poeta
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