Una mañana común
Era una mañana común, como cualquier otra. Otro amanecer con la soledad. Con la frialdad de las sábanas. Con la repetición de la rutina iniciada con el café que no se comparte; Que no se toma viendo otros ojos a través del humo, o enviando una sonrisa sin otra finalidad que la de sonreír; Solo con el café que se hace parte de la subsistencia. Iniciada con los rituales de la limpieza también solo como supervivencia, ya no como querencia para lucir, ni para sentirse bien ni para halagar.
Después pensar en lo terrible del resto de rutinas: Comer… ¿Qué comer? ¿Qué preparar? Salir a comprar… Y las querencias libres, abiertas: El viajar, sesgado por el desastre económico; el placer, roto por tu partida; el baile, ligado a la pareja no existente, y al desastre económico; la Ciencia, que me requiere vivo; tu, suma de todos los placeres, y que no estás; la escritura, último eslabón que las integra, inútil en el ser melancólico, con la necesidad de un café compartido como debe ser el café.
Bajo la mirada triste y me preparo a salir para subsistir.
El desastre ha llevado a cada día buscar sustento, porque ya no alcanza el sueldo, ni permiten la escases, ni permiten las colas, el comprar para una semana. Se vive como los perros, buscando la comida en cada instante por ese instante, para ese instante.
Salgo a la calle, con un sol normal. Camino con mis pasos lentos, pesados; de los años que se quejan del desastre; de la soledad; de que no valieron los logros ni el lugar obtenido ni la pureza brindada, ante la crueldad del desastre, de la soledad, de la ausencia. Entonces, de la nada, una bella muchacha me saluda: —¡Profesor, que alegría de verlo! ¡tantos años! ¡Siempre lo recuerdo! Su alegría levanta mis hombros, rejuvenece mi cara. —¡Hola! ¿Cómo te va? ¿Sobreviviendo? —¡Claro! ¡Hay que sobreponerse! ¡Saldremos de esta! ¡Así, con un espíritu como el suyo! Se despide con un abrazo que me reanima.
Reinicio mi caminata y cuando mi cabeza va a bajar le cuesta un poco. Locales más adelante, colas y negocios más adelante, tiempo más adelante, vuelvo a encontrarme a otro exalumno: —¡Profe! ¿Cómo le va? —Bien, gracias. —¿Sigue torturando a sus alumnos con el “justifique su respuesta”? —Jaja… Ya me jubilé. Ya descansaron. —Bien útil que nos fue. Se lo aseguro. Un placer. Hasta luego, profe. Cuídese. Esta vez reanudo la marcha erguido. Sabiendo que debo seguir siendo ejemplo. Entonces recuerdo las sonrisas que se multiplican hoy en recuerdos; los alumnos antiguos, hoy profesionales, que siguen creciendo. Recuerdo que en lo humano no existe lo perfecto. Y parece mentira, y detallarlo no quiero que al seguir el camino otros mis alumnos sin saberlo, me socorrieron Pero lo más hermoso que recibí de ellos fue la amplia sonrisa: gratuita, fácil, sin maquillar sin interés ni esmero solo alegre reflejo de un sentimiento eterno que aquellos exalumnos a mi tristeza dieron sin saber ni entender el bálsamo que fueron. Y regresé a mi casa y comencé a escribir.
Era una mañana, común, como cualquier otra. Aderezada con el canto de los pájaros con tu recuerdo, eterno. Las sábanas, frías, me invitaban a buscar el calor del termo a saborear el café y preparar el día para escribir de nuevo.
Miguel Humberto Hurtado
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Poeta
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