La Hiperverdad
(Anticuento Dadaísta)
Nada de que había una vez por allá, corrió el perfume,
nervioso saltando, entre un librero al vender su pescado
tan alegre, desayunando al fin de la fuente, un algodón en
la punta de la tercera luz cavernosa, siempre malgastando
las preguntas al desnudar el progreso sin desearlo, parado,
por la belleza del dulce humo ensayista, que muy bien sabe
de cualquier parte, tan peluda como la nube en que está la
mañana, con la naranja del atardecer al caerse encuerado.
¡Quién lo dijera!. Por la prosa del corazón hecho un pelado
dramaturgo, con todo y sus uñas azules.
Pero, no le creas al cepillo dental de la camisa bordada con
púas, y el fruto de los años en la cama tardía, que adquirió
un hombre de arena en la esquina con disfunción rigurosa,
identificando a los himnos del mamut, eréctil entre saliva,
esencialmente siendo la mesa una masa de palo al mes, en
la orilla de la humanidad metafísica con la blandura.
Pues no logramos salir de la época en el primer acceso de
fiebre, ni caminando en la ilusión total del triunfo húmedo
al comienzo muy mutilado. Nunca antes había sido bebido,
ni menos explicado al armadillo de los ojos café con leche,
quitándole un poco de azúcar a la caña que por ahí pasaba,
por el pueblo, según fue señalado antes del camino alejado,
minuciosamente elaborado con ingenuos postes de luz,
observando las hojas bajo el agua. ¡Claro que no!. Todo
estaba tan oscuro bajo las piedras que ni un pequeño león
se hubiese atrevido a soñarlo.
Afuera los ladridos eran cada vez más amarillos, y hacía
viento, pero seguían comprando al corazón bellos poemas
que se agotaban rápidamente, eran especialmente ligeros
con unos harapos vestidos de letras, y luego fermentados
con mil versos desesperados por ser leídos, especialmente
cuando desnudaban el último fracaso del zapato en la noche
con las primeras lágrimas sin sal, y con la ventanas en oferta.
Así pasaba... Nadie lo esperaba, el miedo a no morirse pintó
un suspiro, tan tranquilo por la calle sin cáscara, ni dejando
el teléfono colgado del baño, repitiendo el año de la factura
del sapo, conocedor del papel higiénico, rugiendo por las
axilas del último zorrillo con diarrea al espinarse una mano,
en el congreso de los músculos endebles, y los verdes literatos
moviendo el rabo en las cuestiones de arte tejidas con manteca.
Pero. ¿Cómo decirlo?.
Ninguno se dio cuenta del mandril en la silla hablando,
hasta por los codos, de la más grandiosa hiperverdad
de sabor aeroespacial, y con toda la fabulosa novedad
que lo ignoraba, voluptuosa por el aire,
donde se manejaba el pedal del hongo, con tanto respeto,
escuchando las mentiras más recientes de los gusanos,
y desde el piso sonriendo, con los aplausos antes de
levantar el dedo. Finalmente, nadie le creyó a la enorme
estufa, por la marca que vende una vaca. ¡A pesar de todo!.
Autor: Joel Fortunato Reyes Pérez