A veces, pienso como sería que mis manos supieran divagar por la calle veteada de dioses legibles, sin novedad entre los arcos del margen, en el espejo donde traspaso mi propia frente hasta perder el eco del alma en recintos secretos.
Recuerdo tu sexo, simplificado ante carambolas recientes y estruendos sonoros, evocando aquel rincón donde dormimos, tantas noches en diametrales abracadabras.
En el mundo de la salud perfecta, se reirían de la perspectiva que padezco, y encontrarían en el mismo abismo una queja bordando síncopes, arrancados de fronteras excesivas, cuando el amor y la carne inauguran la discordia de una conversación.
¿Quién me preguntó por mi palabra? Por el sentido instantáneo de lo eterno, lo mutable, en el encuentro de la despedida temporal.
Cavilando en esfuerzo, el torrente que adivino ofrece un lugar a la existencia, envuelta en clave de gesta, premonición planetaria.
Todo está alegre menos tu alegría y mi incertidumbre cojeando debajo del aliento.
Ignoro lo que será de ti si enfermas, y no puedas sanar con un beso.
Cuando te mire y no pueda curarte con los ojos.
Y, cuando los cirujanos te ausculten horas enteras, hasta que sus manos cesen los movimientos pautados y comiencen a jugar, a tientas, rozando tu piel, sus párpados científicos vibrarán, precisamente, en largos diagnósticos.
Dosis exactas, rigurosos análisis, pizarras tristes cruzarán miradas, como si más irreparable fuese morir de un modo u otro.
O, tal vez, civilizadamente.
¿Por qué no morir al sesgo del paso de los hombres, despareciendo?
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Poeta
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