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¡Oh, blancura imposible de la Amada imposible! ¡Por todos mis desvelos cruza, como un fantasma, como un jirón de invierno, su carne sin penumbras, inverosímilmente blanca!
¡Oh, blancura imposible, que integra mis delirios y va sobre mi alma, con la apariencia leve de un sudario y la verdad de mármol de una lápida!
Si alguna vez la viste, filósofo ambulante, devanador de calles, enredador de plazas, tejedor de monólogos, si alguna vez la viste, di si es verdad que te espantó mirarla.
El resumen de todas las blancuras en Ella se anidó como una garza, y fue en sus manos un sopor de ovejas y fue lienzo de altar en su garganta.
Vibrante, musical y suspendida sobre la tierra, su blancura se alza y va floreando sobre el alto cielo como un arbusto bajo la nevada.
¡Blancura universal, ¡cómo te miro resumida al mirarla! ¡El blancor de esos días tercamente lluviosos; las estatuas de mármol recién inauguradas; el estertor de la pechuga exangüe; el ruedo que la mar prende a su falda; la capa voladora del beduino y sus tiendas errantes, palomar del Sahara; los caminos ahogados en la arena; al fondo de los árboles, la pared de una casa; las tumbas escondidas en la noche; el cirio iluminando la mortaja; ¡yacente livor del esqueleto que el cincel del gusano cincelara; esas frases inéditas, alargadas de aes, con que los sordomudos desahogan su rabia; las gotas de azahar sobre las bodas, y en la Suprema hora de las ansias, en el instante de aflojar los brazos, aquel blanco en los ojos de la mujer cansada!
Blancura universal, ¡Cómo te miro resumida, al mirarte! El remoto dolor de los pañuelos que aletean de adioses en la playa; las velas de cien barcos bajo el sol, que parece que un gran lirio se hubiera deshojado en la rada; las nubecillas huérfanas que entristecen los cielos con la miseria de su buche de agua; la alegría lustral del primer diente que en la frescura del pezón se clava y en la inquietud de una cabeza negra la aguja cruel de la primera cana; el alba, cuando bajo los rayos del ordeño se amanece de leche la penumbra del ánfora; el pan de trigo antes de entrar al horno; el lecho albar que está estrenando sábanas y la cuerda del patio con la ropa que ponen a secar por la mañana!...
Mucho de amargo y mucho de imposible tiene, en verdad, la carne de la Amada; en Ella hay la amargura de esas drogas blanquísimas, y es imposible como el Himalaya.
Su carne es la Primera Comunión de la Carne, y tiene lo intocado de las páginas donde no escribió nadie, porque esperan la mano que escriba con su sangre la Primera Palabra.
¡Mujer de Nieve, inédita de los llanos polares! ¡Mujer de Sal, como la vieja Estatua! Cuando duerme, su rostro se debe confundir con la almohada, y cuando muere la creerán dormida, porque después de muerta no podrá ser más pálida.
¡Mujer de Nieve, efigie de la Muerte, Mujer de Sal, Estatua! Si has de venir a mí, ven por la senda más nocturna o más blanca; así te fundirás en el camino y yo no te veré hasta la llegada.
Vendrás diciendo una palabra hueca, con muchas aes y la voz muy baja; tus dedos azulados palparán las tinieblas, y un collar de corales, ciñendo tu garganta, suspenderá hasta el vértice de mis presentimientos la evocación de las descabezadas.
Mujer de sal, mujer de nieve, siento como un largo vacío tu blancura en el alma, y voy a ti como al abismo el ciego, aunque presienta que has de ser mañana, Como la muerte, fría e imposible y como la mujer de Lot, amarga...
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Poeta
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Vuelvo los ojos a mi propia historia. Sueños, más sueños y más sueños... gloria, más gloria... odio... un ruiseñor huyendo... y asómbrame no ver en toda ella ni un rasgo, ni un esbozo, ni una huella del dulce mal con que me estoy muriendo.
Torno a mirar hacia el camino andado... Mi marcha fue una marcha de soldado, con paso vencedor, a todo estruendo; mi alegría una bárbara alegría... Y en nada está la sombra todavía del dulce mal con que me estoy muriendo.
Surgió una cumbre frente a mí; quisieron otros mil coronarla y no pudieron; sólo yo quedé arriba, sonriendo, y allí, suelta la voz, tendido el brazo, nunca sentí ni el leve picotazo, del dulce mal con que me estoy muriendo.
Volví la frente hacia el más bello ocaso... Mil bravos se rindieron al fracaso mas, yo fui vencedor del mal tremendo; fui gloria empurpurada y vespertina, sin presentir la marcha clandestina del dulce mal con que me estoy muriendo.
Fuerzas y potestades me sitiaron y, prueba sobre prueba, acorralaron mi fe, que ni la cambio ni la vendo, y yo les vi marchar con su despecho feliz, sin presentir nada en mi pecho del dulce mal con que me estoy muriendo.
Mujeres... por mi gloria y por mis luchas en muchas partes se me dieron muchas y en todas partes me dormí queriendo y en la mañana hacia otro amor seguía, pero en ninguno el dardo presentía del dulce mal con que me estoy muriendo.
Y un día fue la torpe circunstancia de quedarnos a solas en la estancia, leyendo juntos, sin estar leyendo, mirarnos en los ojos, sin malicia, y quedarnos después con la delicia del dulce mal con que me estoy muriendo.
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Poeta
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La última noche que pasamos juntos, lo preguntó: -¿Cuántas estrellas tiene el cielo? -Trescientas cincuenta mil. -¿A que no? -¿A que sí?
-Cállate. Esta noche no quiero que preguntes esas cosas. Esta noche, si quieres preguntar cuántas estrellas tiene el cielo, o cualquier otra cosa, pregunta algo así como ¿me quieres? ¿tienes frío? ¿quién dice que tiene hambre?
Esta noche, pregunta algo que sea contestado en el mundo sin palabras. Interroga con toda tu sangre algo en que toda la vida del mundo esté preguntando, algo así como ¿quién llora? ¿hace falta algo?
Y verás como todo hace falta y sabrás cuántas estrellas tiene el cielo cuando sepas que el cielo tiene una sola estrella para cada momento, porque con una que se pierda dará un paso de sombra la luz del Universo.
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Poeta
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Ayer vino la paloma que viene todos los días, ayer se paró en la reja y comió de mi comida, ayer vino hasta mis hierros, ayer me escuchó tranquila y digo en el romancillo las cosas que le decía:
-Paloma, vuelve a los cielos y mira hacia los tejados; cuando veas una casa grande, que tiene tres patios; el primero con palmeras, el segundo con mosaicos, el tercero, un patio grande con azotea de un lado y arboleda y gallinero y olor de jabón pintado, cuando veas esa casa verás en el primer patio cuatro mujeres cosiendo cuatro mujeres bordando. Allí llegarás, paloma y allí bajarás al patio y caerás en las rodillas de la del pelo dorado; después volarás de nuevo y volverás a mi lado, y entonces sabré, paloma, si la del pelo dorado tiene las manos cosiendo, tiene los ojos llorando.
Ayer vino la paloma que viene todos los días, ayer se paró en mi reja y comió de mi comida, ayer vino hasta mis hierros, ayer hablóme tranquila y digo en el romancillo las cosas que me decía:
-Prisionero, fui a los cielos y miré hacia los tejados hasta que encontré una casa grande, que tiene tres patios; el primero guarnecido Con zócalo de mosaicos, lleno de tiestos con flores y sillas de junco blanco, con un vitral en el fondo de vidrios esmerilados; el segundo, con columnas y reja de alicatados y con una enredadera y unos rosales cargados; y el tercero con gallinas y una higuera y unos plátanos y un hilo con ropa blanca y olor de jabón pintado.
Allí llegué, prisionero, y encontré en el primer patio tres niños con las cabezas como zagal de retablo. Y en el segundo encontré cinco mujeres bordando cuatro con el pelo negro y una con el pelo blanco. Allí llegué, prisionero, y allí me metí en el patio y le caí en las rodillas de aquella del pelo blanco. Tiene las manos cosiendo, tiene los ojos llorando.
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Poeta
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A un año de tu luz, e iluminado hasta el final de su latir, por ella, desanda el viaje el corazón cansado.
De tu voz, de tu mano y de tu huella retorna a la niñez, donde palpita sangres de luz tu corazón de estrella.
Vamos los dos a la esperada cita y parece saltar de mi costado, santa y clara, tu voz de agua bendita. Y así al solar de la niñez llegado, mi corazón, devuelto de tu muerte, a un año de tu luz, e iluminado.
Luna de Cumaná, para encenderte la lámpara de arrullo que me duerma y el postigo de voz que me despierte.
Luna en el pan de la colina yerma, en el río, en la sabana, pavón lunar de mariposa enferma;
y luna en el cocal, junto a Chiclana, donde el recuerdo azul de tus amores se echa a dormir, como una caravana;
luna para los mapas de colores que teje la nocturna confidencia rumbo a la calle de Flor de las Flores
y luna que en tus uvas aquerencia para miel de aquellas de tu parra y el limón de las doce de tu ausencia.
Ancha la casa que el poema narra: blancas mujeres, de azabache el pelo, hechas al par de hormiga y de cigarra;
buenas para el bautizo y para el duelo, parejas en el hambre o en la medra, del sueño canto y del dolor pañuelo.
Galaica flor en castellana piedra: vaciada al acueducto segoviano la ría de cantor de Pontevedra
Así te halló el esposo y hortelano, Doctor para saber cómo se tienta el pulso al corazón desde la mano.
Así el hogar, señora y cenicienta, nodriza y enfermera en el manejo y en el combate al sol, lugartenienta.
Así la lucha y la prisión, espejo de aquella tierra de recluta y canto, panal del niño y retamal del viejo.
Y tu niño en la flor del camposanto y el Esposo en el sol de los caminos el exilio y el mar: cosas del llanto.
La isla de los lobos peregrinos, de níspero el sabor, de perla el flanco, de sal, de sol, de piedra los marinos.
Copia de espuma y ola en el barranco, de noche y playa, médico y cochero, el coche negro y el caballo blanco.
Y la Virgen del Valle y el vallero, perla para los buzos hacia arriba, madre del mar y de su marinero.
La Isla, como tú, del mar cautiva, con eso de la sed y de la vela, siempre llegando y siempre fugitiva.
Dormir allí, bajo tu cantinela soñar domingos de color de playa en la semana de color de escuela.
Dormir allí, pescado en la atarraya de tu labor de estambre y mecedora, mi sueño, entre las dunas de tu saya.
¡Ay, las hermanas de durazno y mora! ¡Ay, mi hermano de amor y de centella! ¡Ay, mi Padre de luz y tú de aurora!
¡Ay, el claro querer sin la querella! Tu pan, tu sol, tus ojos, para el día; para la noche, kerosén y estrella.
Para la noche de ponerte fría, cuando oíste subir de tus hinojos el llanto de mi verso que nacía.
Yo en tus rodillas, en la calle abrojos, en la acera los dos, y una saeta mi primer verso fue para tus ojos.
Me alzaste en brazos; trémula y coqueta, fuiste y volviste de la risa al lloro y empezaste a gritar: -Tengo un Poeta!
tú quisiste decir: - Tengo un tesoro, tengo un ovillo de torzal de plata y una cocina de fogón de oro...
Así la Isla: calles de piñata, amor de la muñeca y la gaviota, cartas de sol con lunas de postdata.
Hasta el día en que el mar, gota por gota, cayó desde las nubes de tu llanto hasta los pies de tu muñeca rota;
y otro pedazo tuyo al camposanto: niña del mar, que te prestó la tierra; tanto te daba y te quitaba tanto.
Y al mar de nuevo, la balandra en guerra. Y el cabo al tajamar y el salto al valle del pequeño calvario y la alta sierra.
La ciudad linda, de guirnalda al talle, el bronce amado y verdugo triste y el silencio del hombre de la calle.
Y tus manos de bruja artesanía en el punto cabal de la chaqueta y en escarpines de juguetería.
(Por eso, tejedora en el poeta, en la dantesca red de los tercetos engarzo a ti lazada y cadeneta).
Y el regreso a los hijos y los nietos, feliz de tus estancias favoritas y enredada la lengua de alfabetos;
y la puntualidad de tus visitas a misa de San Juan, por la mañana, a la capilla de las hermanitas.
Morir, morir... La insustituible hermana al reino de la nube y de la flecha, luna descalza, huyó por la ventana.
No fue más que otra deuda satisfecha en el trueque de savias y de flores que había entre la tumba y tu cosecha.
Tu casa de San Luis de los Dolores alzó al lacrimatorio de los pinos la conciencia de ángel de las flores.
Y tú a sus pies; el odio en los caminos y tú ofreciendo en el cruzar del fuego aire de amor a todos los molinos.
Era molerte el alma; el mundo ciego luchando, y tú, en el centro de la guerra, sin queja, sin rencor y sin sosiego.
Y al ultimo dolor, tu vida cierra balance de los hombres de tu entraña: bajo la tierra, dos, y uno sin tierra.
Al mar de nuevo, a darme en tierra extraña la valiente mirada que quería luchar contra la gota en la pestaña.
Después, aquellos hombres de alma fría; el inhóspito lecho hospitalario, sobre la tela del cercano cielo, el encaje final de tu rosario.
Y el regreso al hogar, el negro vuelo: con las dos alas el avión cortaba varas de noche para nuestro duelo.
Aldebarán, que nos acompañaba, las Pléyades y el mar que las refleja miraron una urna que volaba.
Al final del estambre en tu madeja se cuajó en tu mirada nebulosa la última uva de la noche vieja.
Así fue. Y al morir la dolorosa, un ave negra le llevó al lucero en el pico ladrón la mariposa.
Fue en un día tres veces agorero; ese día de un mes, nos ha quedado como el mejor para decir «Me muero».
Así fue, madre, el fin de tu bordado como el mejor para decir «Me muero».
Así fue, madre, el fin de tu bordado. De tus hijas y nietas el gemido puso a temblar el pino abandonado.
En hombros te llevaba el pueblo herido, la múltiple cabeza descubierta, y al pasar por San Luis, tu viejo nido,
el mundo de tu amor salió a la puerta y el silencio de un hijo que lloraba metió el pinar en tu cajón de muerta.
Aquí conmigo estás; yo, que soñaba viajar contigo, tengo en tu retrato esa sonrisa que te iluminaba.
Y allá estarás, en el taller beato, para vestir de blancos faldellines a mi angelito negro y mulato,
para llenar de azules escarpines, tejidos con celajes de destellos, la canastilla de los serafines.
Estamos con los hijos y hasta ellos vemos caer la luz de tu mirada, peinando con tu nombre sus cabellos.
Tenemos tu sonrisa iluminada; la voz de tu trisagio y de tu misa le grita a mi dolor: -¡No ha muerto nada!
Con bosque y mar, con huracán y brisa, con esa misma muerte que te encierra, de la gracia inmortal de tu sonrisa llenos están los cielos y las tierras.
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Poeta
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Al hombre mozo que te habló de amores dijiste ayer, Florinda, que volviera, porque en las manos te sobraban flores para reírte de la Primavera.
Llegó el Otoño: cama y cobertores te dio en su deshojar la enredadera y vino el hombre que te habló de amores y nuevamente le dijiste: -Espera.
Y ahora esperas tú, visión remota, campiña gris, empalizada rota, ya sin calor el póstumo retoño
que te dejó la enredadera trunca, porque cuando el amor viene en Otoño, si le dejamos ir no vuelve nunca.
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Poeta
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Madre: esta noche se nos muere un año. En esta ciudad grande, todos están de fiesta; zambombas, serenatas, gritos, ¡ah, cómo gritan!; claro, como todos tienen su madre cerca... ¡Yo estoy tan solo, madre, tan solo!; pero miento, que ojalá lo estuviera; estoy con tu recuerdo, y el recuerdo es un año pasado que se queda. Si vieras, si escucharas esta alboroto: hay hombres vestidos de locura, con cacerolas viejas, tambores de sartenes, cencerros y cornetas; el hálito canalla de las mujers ebrias; el diablo, con diez latas prendidas en el rabo, anda por esas calles inventando piruetas, y por esta balumba en que da brincos la gran ciudad histérica, mi soledad y tu recuerdo, madre, marchan como dos penas.
Esta es la noche en que todos se ponen en los ojos la venda, para olvidar que hay alguien cerrando un libro, para no ver la periódica liquidación de cuentas, donde van las partidas al Haber de la Muerte, por lo que viene y por lo que se queda, porque no lo sufrimos se ha perdido y lo gozado ayer es una perdida.
Aquí es de la tradición que en esta noche, cuando el reloj anuncia que el Año Nuevo llega, todos los hombres coman, al compas de las horas, las doce uvas de la Noche Vieja. Pero aquí no se abrazan ni gritan: ¡FELIZ AÑO!, como en los pueblos de mi tierra; en este gozo hay menos caridad; la alegría de cada cual va sola, y la tristeza del que está al margen del tumulto acusa lo inevitable de la casa ajena.
¡Oh nuestras plazas, donde van las gentes, sin conocerse, con la buena nueva! Las manos que se buscan con la efusión unánime de ser hormigas de la misma cueva; y al hombre que está solo, bajo un árbol, le dicen cosas de honda fortaleza: «¡Venid compadre, que las horas pasan; pero aprendamos a pasar con ellas!» Y el cañonazo en la Planicie, y el himno nacional desde la iglesia, y el amigo que viene a saludarnos: «feliz año, señores», y los criados que llegan a recibir en nuestros brazos el amor de la casa buena.
Y el beso familiar a medianoche: «La bendición, mi madre» «Que el Señor la proteja...» Y después, en el claro comedor, la familia congregada para la cena, con dos amigos íntimos, y tú, madre, a mi lado, y mi padre, algo triste, presidiendo la mesa. ¡Madre, cómo son ácidas las uvas de la ausencia!
¡Mi casona oriental! Aquella casa con claustros coloniales, portón y enredaderas, el molino de viento y los granados, los grandes libros de la biblioteca —mis libros preferidos: tres tomos con imágenes que hablaban de los reinos de la Naturaleza—. Al lado, el gran corral, donde parece que hay dinero enterrado desde la Independencia; el corral con guayabos y almendros, el corral con peonías y cerezas y el gran parral que daba todo el año uvas más dulces que la miel de las abejas.
Bajo el parral hay un estanque; un baño en ese estanque sabe a Grecia; del verde artesonado, las uvas en racimos, tan bajas, que del agua se podría cogerlas, y mientras en los labios se desangra la uva, los pies hacen saltar el agua fresca.
Cuando llegaba la sazón tenía cada racimo un capuchón de tela, para salvarlo de la gula de las avispas negras, y tenían entonces una gracia invernal las uvas nuestras, arrebujadas en sus talas blancas, sordas a la canción de las abejas...
Y ahora, madre, que tan sólo tengo las doce uvas de la Noche Vieja, hoy que exprimo las uvas de los meses sobre el recuerdo de la viña seca, siento que toda la acidez del mundo se está metiendo en ella, porque tienen el ácido de lo que fue dulzura las uvas de la ausencia.
Y ahora me pregunto: ¿Por qué razón estoy yo aquí? ¿Qué fuerza pudo más que tu amor, que me llevaba a la dulce aninomia de tu puerta? ¡Oh miserable vara que nos mides! ¡El Renombre, la Gloria..., pobre cosa pequeña! ¡Cuando dejé mi casa para buscar la Gloria, cómo olvidé la Gloria que me dejaba en ella!
Y esta es la lucha ante los hombres malos y ante las almas buenas; yo soy un hombre a solas en busca de un camino. ¿Dónde hallaré camino mejor que la vereda que a ti me lleva, madre; la verdad que corta por los campos frutales, pintada de hojas secas, siempre recién llovida, con pájaros del trópico, con muchachas de la aldea, hombres que dicen: «Buenos días, niño», y el queso que me guardas siempre para merienda? Esa es la Gloria, madre, para un hombre que se llamó fray Luis y era poeta.
¡Oh mi casa sin cítricos, mi casa donde puede mi poesía andar como una reina! ¿Qué sabes tú de formas y doctrinas, de metros y de escuela? Tú eres mi madre, que me dices siempre que son hermosos todos mis poemas; para ti, soy grande; cuando dices mis versos, yo no sé si los dices o los rezas... ¡Y mientras exprimimos en las uvas del Tiempo toda una vida absurda, la promesa de vernos otra vez se va alargando, y el momento de irnos está cerca, y no pensamos que se pierde todo! ¡Por eso en esta noche, mientras pasa la fiesta y en la última uva libo la última gota del año que se aleja, pienso en que tienes todavía, madre, retazos de carbón en la cabeza, y ojos tan bellos que por mí regaron su clara pleamar en tus ojeras, y manos pulcras, y esbeltez de talle, donde hay la gracia de la espiga nueva; que eres hermosa, madre, todavía, y yo estoy loco por estar de vuelta, porque tú eres la Gloria de mis años y no quiero volver cuando estés vieja!...
Uvas del Tiempo que mi ser escancia en el recuerdo de la viña seca, ¡cómo me pierdo, madre, en los caminos hacia la devoción de tu vereda! Y en esta algarabía de la ciudad borracha, donde va mi emoción sin compañera, mientras los hombres comen las uvas de los meses, yo me acojo al recuerdo como un niño a una puerta. Mi labio está bebiendo de tu seno, que es el racimo de la parra buena, el buen racimo que exprimí en el día sin hora y sin reloj de mi inconsciencia.
Madre, esta noche se nos muere un año; todos estos señores tienen su madre cerca, y al lado mío mi tristeza muda tiene el dolor de una muchacha muerta... Y vino toda la acidez del mundo a destilar sus doce gotas trémulas, cuando cayeron sobre mi silencio las doce uvas de la Noche Vieja.
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Poeta
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He renunciado a ti. No era posible Fueron vapores de la fantasía; son ficciones que a veces dan a lo inaccesible una proximidad de lejanía.
Yo me quedé mirando cómo el río se iba poniendo encinta de la estrella... hundí mis manos locas hacia ella y supe que la estrella estaba arriba...
He renunciado a ti, serenamente, como renuncia a Dios el delincuente; he renunciado a ti como el mendigo que no se deja ver del viejo amigo;
Como el que ve partir grandes navíos como rumbo hacia imposibles y ansiados continentes; como el perro que apaga sus amorosos brios cuando hay un perro grande que le enseña los dientes;
Como el marino que renuncia al puerto y el buque errante que renuncia al faro y como el ciego junto al libro abierto y el niño pobre ante el juguete caro.
He renunciado a ti, como renuncia el loco a la palabra que su boca pronuncia; como esos granujillas otoñales, con los ojos estáticos y las manos vacías, que empañan su renuncia, soplando los cristales en los escaparates de las confiterías...
He renunciado a ti, y a cada instante renunciamos un poco de lo que antes quisimos y al final, !cuantas veces el anhelo menguante pide un pedazo de lo que antes fuimos!
Yo voy hacia mi propio nivel. Ya estoy tranquilo. Cuando renuncie a todo, seré mi propio dueño; desbaratando encajes regresaré hasta el hilo. La renuncia es el viaje de regreso del sueño...
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Poeta
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--Ay, compadrito del alma, ¡Tan sano que estaba el negro! Yo no le acataba el pliegue, yo no le miraba el hueso; como yo me enflaquecía, lo medía con mi cuerpo, se me iba poniendo flaco como yo me iba poniendo. se me murió mi negrito; dios lo tendría dispuesto; ya lo tendrá colocao como angelito de Cielo.
--Desengáñese, comadre, que no hay angelitos negros.
Pintor de santos de alcoba, pintor sin tierra en el pecho, que cuando pintas tus santos no te acuerdas de tu pueblo, que cuando pintas tus Vírgenes pintas angelitos bellos, pero nunca te acordaste de pintar un ángel negro.
Pintor nacido en mi tierra, con el pincel extranjero, pintor que sigues el rumbo de tantos pintores viejos, aunque la Virgen sea blanca, píntame angelitos negros.
¿No hay un pintor que pintara angelitos de mi pueblo? Yo quiero angelitos blancos con angelitos morenos. Ángel de buena familia no basta para mi cielo.
Si queda un pintor de santos, si queda un pintor de cielos, que haga el cielo de mi tierra, con los tonos de mi pueblo, con su ángel de perla fina, con su ángel de medio pelo, con sus ángeles catires, con sus ángeles morenos, con sus angelitos blancos, con sus angelitos indios, con sus angelitos negro, que vayan comiendo mango por las barriadas del cielo.
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Poeta
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Los deditos de tus manos, los deditos de tus pies; uno, dos, tres, cuatro, cinco seis, siete, ocho, nueve, diez. (Anónimo)
De Chachopo a Apartadero caminas, Luz Caraballo, con violeticas de mayo, con carneritos de enero; inviernos del ventisquero, farallón de los veranos, con fríos cordilleranos, con riscos y ajetreos, se te van poniendo feos los deditos de tus manos.
La cumbre te circunscribe al sólo aliento del nombre, lo que te queda del hombre que quién sabe dónde vive: cinco años que no te escribe, diez años que no lo ves, y entre golpes y traspiés, persiguiendo tus ovejos, se te van poniendo viejos los deditos de tus pies.
El hambre lleva en sus cachos algodón de tus corderos, tu ilusión cuenta sombreros mientras tú cuentas muchachos; una hembra y cuatro machos, subida, bajada y brinco, y cuando pide tu ahínco frailejón para olvidarte la angustia se te reparte: uno, dos, tres, cuatro, cinco.
Tu hija está en un serrallo, dos hijos se te murieron, los otros dos se te fueron detrás de un hombre a caballo. “La Loca Luz Caraballo” dice el decreto del Juez, porque te encontró una vez, sin hijos y sin carneros, contandito los luceros: ...seis, siete, ocho, nueve, diez...
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Poeta
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