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Fue al surgir de una duda insinuativa hirió tu severa aristocracia, como un símbolo rojo de mi audacia, un clavel que tu mano no cultiva.
Quizás hubo una frase sugestiva, o viera una intención tu perspicacia, pues tu serenidad llena de gracia fingió una rebelión despreciativa...
Y, así, en tu vanidad, por la impaciente condena de un orgullo intransigente, mi rojo heraldo de amatorios credos
Mereció, por su símbolo atrevido, como un apóstol o como un bandido la guillotina de tus nobles dedos.
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Poeta
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Nos eres familiar como una cosa que fuera nuestra, solamente nuestra; familiar en las calles, en los árboles que bordean ]a acera, en la alegría bulliciosa y loca de los muchachos, en las caras de los viejos amigos, en las historias íntimas que andan de boca en boca por el barrio y en la monotonía dolorida del quejoso organillo que tanto gusta oír nuestra vecina, la de los ojos tristes...
Te queremos con un cariño antiguo y silencioso, ¡caminito de nuestra casa! ¡Vieras con qué cariño te queremos! ¡Todo lo que nos haces recordar!
Tus piedras parece que guardasen en secreto el rumor de los pasos familiares que se apagaron hace tiempo... Aquellos que ya no escucharemos a la hora habitual del regreso.
Caminito de nuestra casa, eres como un rostro querido que hubiéramos besado muchas veces: ¡tanto te conocemos!
Todas las tardes, por la misma calle, miramos con mirar sereno, la misma escena alegre o melancólica, la misma gente... Y siempre la muchacha modesta y pensativa que hemos visto envejecer sin novio... resignada! De cuando en cuando, caras nuevas, desconocidas, serias o sonrientes, que nos miran pasar desde la puerta. Y aquellas otras que desaparecen poco a poco, en silencio, las que se van del barrio o de la vida sin despedirse.
¡Oh, los vecinos que no nos darán más los buenos días! Pensar que alguna vez nosotros también por nuestro lado nos iremos, quién sabe dónde, silenciosamente como se fueron ellos...
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Poeta
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Ayer la vi, al pasar, en la taberna, detrás del mostrador, como una estatua... Vaso de carne juvenil que atrae a los borrachos con su hermosa cara.
Azucena regada con ajenjo, surgida en el ambiente de la crápula, florece como muchas en el vicio perfumado ese búcaro de miasmas.
¡Canción de esclavitud! Belleza triste, belleza de hospital ya disecada quién sabe por qué mano que la empuja casi siempre hasta el sitio de la infamia...
Y pasa sin dolor así inconsciente su vida material de carne esclava: ¡copa de invitaciones y de olvido sobre el hastiado bebedor volcada!
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Poeta
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Porque hoy has venido, lo mismo que antes, con tus adorables gracias exquisitas, alguien ha llenado de rosas mi cuarto como en los instantes de pasadas citas.
¿Te acuerdas?... Recuerdo de noches lejanas, aun guardo, entre otras, aquella novela con la que soñabas imitar, a ratos, no sé si a Lucía no sé si a Graziela.
Y aquel abanico, que sentir parece la inquieta, la tibia presión de tu mano; aquel abanico ¿te acuerdas? trasunto de aquel apacible, distante verano...
Y aquellas memorias que escribiste un día! -un libro risueño de celos y quejas-. ¡Rincón asoleado! Rincón pensativo de cosas tan vagas, de cosas tan viejas!...
Pero no hay los versos: ¡Qué quieres!... ¡Te fuiste! -¡Visión de saudades, ya buenas, ya malas!- La nieve incesante del bárbaro hastío ¿no ves? ha quemado mis líricas alas.
...¿Para qué añoranzas? Son filtros amargos como las ausencias sus hoscos asedios... Prefiero las rosas, prefiero tu risa que pone un rayito de sol en mis tedios.
Y porque al fin vuelves, después del olvido, en hora de angustias, en hora oportuna, alegre como antes, es hoy mi cabeza una pobre loca borracha de luna!
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Poeta
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Todos están callados ahora. El desaliento que repentinamente siguiera al comentario de esa duda, persiste como un presentimiento. El hermano recorre las noticias del diario
que está sobre la mesa. La abuela se ha dormido los demás aguardan con el oído alerta a los ruidos de afuera, y apenas se oye un ruido las miradas ansiosas se clavan en la puerta.
El silencio se vuelve cada vez más molesto: una frase que empieza se traduce en un gesto de impaciencia. ¡La espina de esa preocupación...
Y cuando llega el viejo, que salió hace un instante, en todas las miradas fijas en su semblante hay una temerosa larga interrogación.
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Poeta
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El libro sin abrir y el vaso lleno. -Con esto, para mí, nada hay ausente-. Podemos conversar tranquilamente: la excelencia del vino me hace bueno.
Hermano, ya lo ves, ni una exigencia me reprocha la vida..., así me agrada; de lo demás no quiero saber nada... Practico una virtud: la indiferencia.
Me disgusta tener preocupaciones que hayan de conmoverme. En mis rincones vivo la vida a la manera eximia
del que es feliz, porque en verdad te digo: la esposa del señor de la vendimia se ha fugado conmigo...
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Poeta
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Como un deslumbramiento de rubias primaveras irradian y perfuman las dichas prisioneras de todos tus encantos ¡Oh, poemas paganos! Heroína y señora de rondeles galanos:
Para que siempre puedas orquestar tus mañanas calandrias y zorzales mis selvas entrerrianas te ofrecen en mis trovas. Que en todos los momentos te den las grandes liras sus más nobles acentos,
y revienten las yemas donde el placer anida, en las exaltaciones gloriosas de la vida que surgen en el cálido floreal de tus horas, como un carmen de auroras, ¡eternamente auroras!
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Poeta
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Sí, vecina: te puedes dar la mano, esa mano que un día fuera hermosa, con aquella otra eterna silenciosa «que se cansara de aguardar en vano».
Tú también, como ella, acaso fuiste la bondadosa amante, la primera, de un estudiante pobre, aquel que era un poco chacotón y un poco triste.
O no faltó el muchacho periodista que allá en tus buenos tiempos de modista en ocios melancólicos te amó
y que una fría noche ya lejana, te dijo, como siempre: «Hasta mañana...» pero que no volvió.
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Poeta
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¡Ah, si volvieras!... ¡Cómo te extrañan mis hermanos! La casa es un desquicio: ya no está la hacendosa muchacha de otros tiempos. ¡Eras la habilidosa que todo lo sabías hacer con esas manos...!
El menor de los chicos, ¡pobrecito!, te llama recordándote siempre lo que le prometieras, para que le des algo... Y a veces -¡si lo oyeras!- para que como entonces le prepares la cama.
¡Como entonces! ¿Entiendes? ¡Ah, desde que te fuiste, en la casita nuestra todo el mundo anda triste! y temo que los viejos enfermen, ¡pobres viejos!
Mi madre disimula, pero a escondidas llora con el supersticioso temor de verte lejos... Caperucita roja, ¿dónde estarás ahora?
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Poeta
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La mesa estaba alegre como nunca. Bebíamos el té: mamá reía recordando, entre otros, no sé qué antiguo chisme de familia; una de nuestras primas comentaba -recordando con gracia los modales, de un testigo irritado- el incidente que presenció en la calle; los niños se empeñaban, chacoteando, en continuar el juego interrumpido, y los demás hablábamos de todas las cosas de que se habla con cariño.
Estábamos así, contentos, cuando alguno te nombró, y el doloroso silencio que de pronto ahogó las risas, con pesadez de plomo, persistió largo rato. Lo recuerdo como si fuera ahora: nos quedamos mudos, fríos. Pasaban los minutos, pasaban y seguíamos callados.
Nadie decía nada, pero todos pensábamos lo mismo. Como siempre que la conmueve una emoción penosa, mamá disimulaba ingenuamente queriendo aparecer tranquila. ¡Pobre!
¡Bien que la conocemos!... Las muchachas fingían ocuparse del vestido que una de ellas llevaba: los niños, asombrados de un silencio tan extraño, salían de la pieza. Y los demás seguíamos callados sin mirarnos siquiera.
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Poeta
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