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Cristo, el de las carnes en gajos abiertas; Cristo, el de las venas vaciadas en ríos: estas pobres gentes del siglo están muertas de una laxitud, de un miedo, de un frío!
A la cabecera de sus lechos eres, si te tienen, forma demasiado cruenta, sin esas blanduras que aman las mujeres y con esas marcas de vida violenta.
No te escupirían por creerte loco, no fueran capaces de amarte tampoco así, con sus ímpetus laxos y marchitos.
Porque como Lázaro ya hieden, ya hieden, por no disgregarse, mejor no se mueven. ¡Ni el amor ni el odio les arrancan gritos!
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Aman la elegancia de gesto y color, y en la crispadura tuya del madero, en tu sudar sangre, tu último temblor y el resplandor cárdeno del Calvario entero,
les parece que hay exageración y plebeyo gusto; el que Tú lloraras y tuvieras sed y tribulación, no cuaja en sus ojos dos lágrimas claras.
Tienen ojo opaco de infecunda yesca, sin virtud de llanto, que limpia y refresca; tienen una boca de suelto botón
mojada en lascivia, ni firme ni roja, ¡y como de fines de otoño, así, floja e impura, la poma de su corazón!
...
¡Oh Cristo! El dolor les vuelva a hacer viva l'alma que les diste y que se ha dormido, que se la devuelva honda y sensitiva, casa de amargura, pasión y alarido.
¡Garfios, hierros, zarpas, que sus carnes hiendan al como se parten frutos y gavillas; amas que a su gajo caduco se prendan amas como argollas y como cuchillas!
¡Llanto, llanto de calientes raudales renueve los ojos de turbios cristales les vuelva el viejo fuego del mirar!
¡Retòñalos desde las entrañas, Cristo! si ya es imposible, si tú bien lo has visto, son paja de eras… ¡desciende a aventar!
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Poeta
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Con el mentón caído sobre la mano ruda, el Pensador se acuerda que es carne de la huesa, carne fatal, delante del destino desnuda, carne que odia la muerte, y tembló de belleza.
Y tembló de amor, toda su primavera ardiente, ahora, al otoño, anégase de verdad y tristeza. El "de morir tenemos" pasa sobre su frente, en todo agudo bronce, cuando la noche empieza.
Y en la angustia, sus músculos se hienden, sufridores cada surco en la carne se llena de terrores, Se hiende, como la hoja de otoño, al Señor fuerte
que le llama en los bronces... Y no hay árbol torcido de sol en la llanura, ni leòn de flanco herido, crispados como este hombre que medita en la muerte.
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Poeta
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En costa lejana y en mar de Pasiòn, dijimos adioses sin decir adiós. Y no fue verdad la alucinaciòn. Ni tú la creíste ni la creo yo, "y es cierto y no es cierto" como en la canciòn.
Que yendo hacia el Sur diciendo iba yo: -Vamos hacia el mar que devora al Sol.
Y yendo hacia el Norte decía tu voz: -Vamos a ver juntos dònde se hace el Sol.
Ni por juego digas o exageraciòn que nos separaron tierra y mar, que son: ella, sueño, y él, alucinaciòn.
No te digas solo ni pida tu voz albergue para uno al albergador. Echarás la sombra que siempre se echó, morderás la duna con paso de dos...
¡Para que ninguno, ni hombre ni dios, nos llame partidos como luna y sol; para que ni roca ni viento errador, ni río con vado ni árbol sombreador, aprendan y digan mentira o error del Sur y del Norte, del uno y del dos!
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Poeta
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El Ixtlazihuatl mi mañana vierte; se alza mi casa bajo su mirada, que aquí a sus pies me reclinó la suerte y en su luz hablo como alucinada.
Te doy mi amor, montaña mexicana; como una virgen tú eres deleitosa; sube de ti hecha gracia la mañana, pétalo a pétalo abre como rosa.
El Ixtlazihuatl con su curva humana endulza el cielo, el paisaje afina. Toda dulzura de su dorso mana; el valle en ella tierno se reclina.
Está tendida en la ebriedad del cielo con laxitud de ensueño y de reposa, tiene en un pico un ímpetu de anhelo hacia el azul supremo que es su esposo.
Y los vapores que alza de sus loma tejen su sueño que es maravilloso: cual la doncella y como la paloma su pecho es casto, pero se halla ansioso.
Mas tú la andina, la de greña oscura mi Cordillera, la Judith tremenda, hiciste mi alma cual la zarpa dura y la empapaste en tu sangrienta venda.
Y yo te llevo cual tu criatura, te llevo aquí en mi corazòn tajeado, que me crié en tus pechos de amargura ¡y derramé mi vida en tus costados!
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Poeta
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Vendrá del Dios alerta que cuenta lo fallido. Por diezmo no pagado, rehén me fue cogido. Por algún daño oscuro así me han afligido.
Está dentro la noche ligero y desvalido como una corta fábula su cuerpo de vencido. Parece tan distante como el que no ha venido, el que me era cercano como aliento y vestido.
Apenas late el pecho tan fuerte de latido. ¡Y cae si yo suelto su cuello y su sentido!
Me sobra el cuerpo vano de madre recibido; y me sobra el aliento en vano retenido: me sobran nombre y forma junto al desposeído.
Afuera dura un día de aire aborrecido. Juega como los ebrios el aire que lo ha herido. Juega a diamante y hielo con que cortò lo unido y oigo su voz cascada de destino perdido...
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Poeta
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Quedó sobre las hierbas el leñador cansado, dormido en el aroma del pino de su hachazo. Tienen sus pies majadas las hierbas que pisaron. Le canta el dorso de oro y le sueñan las manos. Veo su umbral de piedra, su mujer y su campo. Las cosas de su amor caminan su costado; las otras que no tuvo le hacen como más casto, y el soñoliento duerme sin nombre, como un árbol.
El mediodía punza lo mismo que venablo. Con una rama fresca la cara le repaso. Se viene de él a mi su día como un canto y mi día le doy como pino cortado.
Regresando, a la noche, por lo ciego del llano, oigo gritar mujeres al hombre retardado; y cae a mis espaldas y tengo en cuatro dardos nombre del que guardé con mí sangre y mi hálito.
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Poeta
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Ciento veinte años tiene, ciento veinte, y está más arrugada que la Tierra. Tantas arrugas lleva que no lleva otra cosa sino alforzas y alforzas como la pobre estera.
Tantas arrugas hace como la duna al viento, y se está al viento que la empolva y pliega; tantas arrugas muestra que le contamos solo sus escamas de pobre carpa eterna.
Se le olvidò la muerte inolvidable, como un paisaje, un oficio, una lengua. Y a la muerte también se le olvidò su cara, porque se olvidan las caras sin cejas.
Arroz nuevo le llevan en las dulces mañanas; fábulas de cuatro años al servirle le cuentan; aliento de quince años al tocarla le ponen: cabellos de veinte años al besarla le allegan.
Mas la misericordia que la salvajes la mía. Yo le regalaré mis horas muertas, y aquí me quedaré por la semana pegada a su mejilla y a su oreja.
Diciéndole la muerte lo mismo que una patria dándosela en la mano como una tabaquera; contándole la muerte como se cuenta a Ulises hasta que me la oiga y me la aprenda.
"La Muerte", le diré al alimentarla; y "La Muerte", también, cuando la duerma: "La Muerte", como el número y los números, como una antífona y una secuencia,
Hasta que alargue su mano y la tome, lúcida al fin en vez de soñolienta, abra los ojos, la mire y la acepte y despliegue la boca y se la beba.
Y que se doble lacia de obediencia y llena de dulzura se disuelva, con la ciudad fundada el año suyo y el barco que lanzaron en su fiesta.
Y yo pueda sembrarla lealmente, como se siembran maíz y lenteja, donde a tiempo las otras se sembraron, más dòciles, más prontas y más frescas.
El corazòn aflojado soltando, y la nuca poniendo en una arena, las viejas que pudieron no morir: Clara de Asís, Catalina y Teresa.
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Poeta
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La bailarina ahora está danzando la danza del perder cuanto tenía. Deja caer todo lo que ella había, padres y hermanos, huertos y campiñas, el rumor de su río, los caminos, el cuento de su hogar, su propio rostro y su nombre, y los juegos de su infancia como quien deja todo lo que tuvo caer de cuello, de seno y de alma.
En el filo del día y el solsticio baila riendo su cabal despojo. Lo que avientan sus brazos es el mundo que ama y detesta, que sonríe y mata, la tierra puesta a vendimia de sangre la noche de los hartos que no duermen y la dentera del que no ha posada.
Sin nombre, raza ni credo, desnuda de todo y de sí misma, da su entrega, hermosa y pura, de pies voladores. Sacudida como árbol y en el centro de la tornada, vuelta testimonio.
No está danzando el vuelo de albatroses salpicados de sal y juegos de olas; tampoco el alzamiento y la derrota de los cañaverales fustigados. Tampoco el viento agitador de velas, ni la sonrisa de las altas hierbas.
El nombre no le den de su bautismo. Se soltò de su casta y de su carne sumiò la canturía de su sangre y la balada de su adolescencia.
Sin saberlo le echamos nuestras vidas como una roja veste envenenada y baila así mordida de serpientes que alácritas y libres la repechan, y la dejan caer en estandarte vencido o en guirnalda hecha pedazos.
Sonámbula, mudada en lo que odia, sigue danzando sin saberse ajena sus muecas aventando y recogiendo jadeadora de nuestro jadeo, cortando el aire que no la refresca única y torbellino, vil y pura.
Somos nosotros su jadeado pecho, su palidez exangüe, el loco grito tirado hacia el poniente y el levante la roja calentura de sus venas, el olvido del Dios de sus infancias.
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Poeta
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En todos los lugares he encendido con mi brazo y mi aliento el viejo fuego; en toda tierra me vieron velando el faisán que cayó desde los cielos, y tengo ciencia de hacer la nidada de las brasas juntando sus polluelos.
Dulce es callando en tendido rescoldo, tierno cuando en pajuelas lo comienzo. Malicias sé para soplar sus chispas hasta que él sube en alocados miembros. Costó, sin viento, prenderlo, atizarlo: era o el humo o el chisporroteo; pero ya sube en cerrada columna recta, viva, leal y en gran silencio.
No hay gacela que salte los torrentes y el carrascal como mi loco ciervo; en redes, peces de oro no brincaron con rojez de cardumen tan violento. He cantado y bailado en torno suyo con reyes, versolans y cabreros, y cuando en sus pavesas él moría yo le supe arrojar mi propio cuerpo.
Cruzarían los hombres con antorchas mi aldea, cuando fue mi nacimiento o mi madre se iría por las cuestas encendiendo las matas por el cuello. Espino, algarrobillo y zarza negra, sobre mi único Valle están ardiendo, soltando sus torcidas salamandras, aventando fragancias cerro a cerro.
Mi vieja antorcha, mi Jadeada antorcha va despertando majadas y oteros; a nadie ciega y va dejando atrás la noche abierta a rasgones bermejos. La gracia pido de matarla antes de que ella mate el Arcángel que llevo.
(Yo no sé si lo llevo o si él me lleva; pero sé que me llamo su alimento, y me sé que le sirvo y no le falto y no lo doy a los titiriteros.)
Corro, echando a la hoguera cuanto es mío. Porque todo lo di, ya nada llevo, y caigo yo, pero él no me agoniza y sé que hasta sin brazos lo sostengo. O me lo salva alguno de los míos, hostigando a la noche y su esperpento, hasta el último hondòn, para quemarla en su cogollo más alto y señero.
Traje la llama desde la otra orilla, de donde vine y adonde me vuelvo. Allá nadie la atiza y ella crece y va volando en albatròs bermejo. He de volver a mi hornaza dejando caer en su regazo el santo préstamo.
¡Padre, madre y hermana adelantados, y mi Dios vivo que guarda a mis muertos: corriendo voy por la canal abierta de vuestra santa Maratòn de fuego!
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Poeta
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Árbol de fiesta, brazos anchos, cascada suelta, frescor vivo a mi espalda despeñados: ¿quién os dijo de pararme y silabear mi nombre?
Bajo un árbol yo tan solo lavaba mis pies de marchas con mi sombra como ruta y con el polvo por saya.
¡Qué hermoso que echas tus ramas y que abajas tu cabeza, sin entender que no tengo diez años para aprenderme tu verde cruz que es sin sangre y el disco de tu peana!
Atísbame, pino-cedro, con tus ojos verticales, y no muevas ni descuajes los pies de tu terrón vivo: que no pueden tus pies: nuevos con rasgones de los cactus y encías de las risqueras.
Y hay como un desasosiego, como un siseo que corre desde el hervor del Zodíaco a las hierbas erizadas. Viva está toda la noche de negaciones y afirmaciones, las del Ángel que te manda y el mío que con él, lucha;
y un azoro de mujer llora a su cedro de Líbano caído y cubierto de noche, que va a marchar desde el alba sin saber ruta ni polvo y sin volver a ver más su ronda de dos mil pinos.
¡Ay, árbol mío, insensato entregado a la ventisca a canícula y a bestia al azar de la borrasca. Pino errante sobre la Tierra!
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Poeta
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