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Aquí, Ramón Collar, prosigue tu familia soga a soga, se sucede, en tanto que visitas, tú, allá, a las siete espadas, en Madrid, en el frente de Madrid.
¡Ramón Collar, yuntero y soldado hasta yerno de tu suegro, marido, hijo limítrofe del viejo Hijo del Hombre! Ramón de pena, tú, Collar valiente, paladín de Madrid y por cojones; Ramonete, aquí, los tuyos piensan mucho en tu peinado!
¡Ansiosos, ágiles de llorar, cuando la lágrima! ¡Y cuando los tambores, andan; hablan delante de tu buey, cuando la tierra! ¡Ramón! ¡Collar! ¡Si eres herido, no seas malo en sucumbir: ¡refrénate! Aquí, tu cruel capacidad está en cajitas; aquí, tu pantalón oscuro, andando el tiempo, sabe ya andar solísimo, acabarse; aquí, Ramón, tu suegro, el viejo, te pierde a cada encuentro con su hija!
¡Te diré que han comido aquí tu carne, sin saberlo, tu pecho, sin saberlo, tu pie; pero cavilan todos en tus pasos coronados de polvo!
¡Han rezado a Dios, aquí; se han sentado en tu cama, hablando a voces entre tu soledad y tus cositas; no sé quién ha tomado tu arado, no sé quién fue a ti, ni quién volvió de tu caballo!
¡Aquí, Ramón Collar, en fin, tu amigo! ¡Salud, hombre de Dios, mata y escribe.
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Poeta
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La maestra era pura. "Los suaves hortelanos", decía, "de este predio, que es predio de Jesús, han de conservar puros los ojos y las manos, guardar claros sus óleos, para dar clara luz".
La maestra era pobre. Su reino no es humano. (Así en el doloroso sembrador de Israel.) Vestía sayas pardas, no enjoyaba su mano ¡y era todo su espíritu un inmenso joyel!
La maestra era alegre. ¡Pobre mujer herida! Su sonrisa fue un modo de llorar con bondad. Por sobre la sandalia rota y enrojecida, era ella la insigne flor de su santidad.
¡Dulce ser! En su río de mieles, caudaloso, largamente abrevaba sus tigres el dolor. Los hierros que le abrieron el pecho generoso ¡más anchas le dejaron las cuencas del amor!
¡Oh labriego, cuyo hijo de su labio aprendía el himno y la plegaria, nunca viste el fulgor del lucero cautivo que en sus carnes ardía: pasaste sin besar su corazòn en flor!
Campesina, ¿recuerdas que alguna vez prendiste su nombre a un comentario brutal o baladí? Cien veces la miraste, ninguna vez la viste ¡y en el solar de tu hijo, de ella hay más que de ti!
Pasò por él su fina, su delicada esteva, abriendo surcos donde alojar perfección. La albada de virtudes de que lento se nieva es suya. Campesina, ¿no le pides perdón?
Daba sombra por una selva su encina hendida el día en que la muerte la convidò a partir. Pensando en que su madre la esperaba dormida, a La de Ojos Profundos se dio sin resistir.
Y en su Dios se ha dormido, como en cojín de luna; almohada de sus sienes, una constelación; canta el Padre para ella sus canciones de cuna ¡y la paz llueve largo sobre su corazón!
Como un henchido vaso, traía el alma hecha para dar ambrosía de toda eternidad; y era su vida humana la dilatada brecha que suele abrirse el Padre para echar claridad.
Por eso aún el polvo de sus huesos sustenta púrpura de rosales de violento llamear. ¡Y el cuidador de tumbas, como aroma, me cuenta, las plantas del que huella sus huesos, al pasar!
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Poeta
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Flor, flor de la raza mía, Sombra Inquieta, ¡qué dulce y terrible tu evocación! El perfil de éxtasis, llama la silueta, las sienes de nardo, l'habla de canción.
Cabellera luenga de cálido manto, pupilas de ruego, pecho vibrador; ojos hondos para albergar más llanto; pecho fino donde taladrar mejor.
Por suave, por alta, por bella, ¡precita! fatal siete veces; fatal, ¡pobrecita!, por la honda mirada y el hondo pensar.
¡Ay!, quien te condene, vea tu belleza, mire el mundo amargo, mida tu tristeza, ¡y en rubor cubierto rompa a sollozar!
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¡Cuánto río y fuente de cuenca colmada, cuánta generosa y fresca merced de aguas, para nuestra boca socarrada! ¡Y el alma, la huérfana, muriendo de sed!
Jadeante de sed, loca de infinito, muerta de amargura la tuya en clamor, dijo su ansia inmensa por plegaria y grito: ¡Agar desde el vasto yermo abrasador!
Y para abrevarte largo, largo, largo, Cristo dio a tu cuerpo silencio y letargo, y lo apegó a su ancho caño saciador...
El que en maldecir tu duda se apure, que puesta la mano sobre el pecho juré; "Mi fe no conoce zozobra, Señor."
...
Y ahora que su planta no quiebra la grama de nuestros senderos, y en el caminar notamos que falta, tremolante llama, su forma, pintando de luz el solar,
cuantos la quisimos abajo, apeguemos la boca a la tierra, y a su corazón, vaso de cenizas dulces, musitemos esta formidable interrogación:
¿Hay arriba tanta leche azul de lunas, tanta luz gloriosa de blondos estíos, tanta insigne y honda virtud de ablución
que limpien, que laven, que albeen las brunas manos que sangraron con garfios y en ríos, ¡oh Muerta!, la carne de tu corazón?
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Poeta
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Mirando la alameda, de otoño lacerada, la alameda profunda de vejez amarilla, como cuando camino por la hierba segada busco el rostro de Dios y palpo su mejilla.
Y en esta tarde lenta como una hebra de llanto por la alameda de oro y de rojez yo siento un Dios de otoño, un Dios sin ardor y sin canto ¡y lo conozco triste, lleno de desaliento!
Y pienso que tal vez Aquel tremendo y fuerte Señor, al que cantara de locura embriagada, no existe, y que mi Padre que las mañanas vierte tiene la mano laxa, la mejilla cansada.
Se oye en su corazón un rumor de alameda de otoño: el desgajarse de la suma tristeza; su mirada hacia mí como lágrima rueda y esa mirada mustia me inclina la cabeza.
Y ensayo otra plegaria para este Dios doliente, plegaria que del polvo del mundo no ha subido: "Padre, nada te pido, pues te miro a la frente y eres inmenso, ¡inmenso!, pero te hallas herido."
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Poeta
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Libros, callados libros de las estanterías, vivos en su silencio, ardientes en su calma; libros, los que consuelan, terciopelos del alma, y que siendo tan tristes nos hacen la alegría!
Mis manos en el día de afanes se rindieron; pero al llegar la noche los buscaron, amantes en el hueco del muro donde como semblantes me miran confortándome aquellos que vivieron.
¡Biblia, mi noble Biblia, panorama estupendo, en donde se quedaron mis ojos largamente, tienes sobre los Salmos las lavas más ardientes y en su río de fuego mi corazòn enciendo!
Sustentaste a mis gentes con tu robusto vino y los erguiste recios en medio de los hombres, y a mí me yergue de ímpetu sólo el decir tu nombre; porque yo de ti vengo he quebrado al Destino.
Después de ti, tan sólo me traspasó los huesos con su ancho alarido, el sumo Florentino. A su voz todavía como un junco me inclino; por su rojez de infierno fantástica atravieso.
Y para refrescar en musgos con rocío la boca, requemada en las llamas dantescas, busqué las Florecillas de Asís, las siempre frescas ¡y en esas felpas dulces se quedó el pecho mío!
Yo vi a Francisco, a Aquel fino como las rosas, pasar por su campiña más leve que un aliento, besando el lirio abierto y el pecho purulento, por besar al Señor que duerme entre las cosas.
¡Poema de Mistral, olor a surco abierto que huele en las mañanas, yo te aspiré embriagada! Vi a Mireya exprimir la fruta ensangrentada del amor y correr por el atroz desierto.
Te recuerdo también, deshecha de dulzuras, versos de Amado Nervo, con pecho de paloma, que me hiciste más suave la línea de la loma, cuando yo te leía en mis mañanas puras.
Nobles libros antiguos, de hojas amarillentas, sois labios no rendidos de endulzar a los tristes, sois la vieja amargura que nuevo manto viste: ¡desde Job hasta Kempis la misma voz doliente!
Los que cual Cristo hicieron la Vía-Dolorosa, apretaron el verso contra su roja herida, y es lienzo de Verònica la estrofa dolorida; ¡todo libro es purpúreo como sangrienta rosa!
¡Os amo, os amo, bocas de los poetas idos, que deshechas en polvo me seguís consolando, y que al llegar la noche estáis conmigo hablando, junto a la dulce lámpara, con dulzor de gemidos!
De la página abierta aparto la mirada, ¡oh muertos!, y mi ensueño va tejiéndoos semblantes: las pupilas febriles, los labios anhelantes que lentos se deshacen en la tierra apretada.
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Poeta
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La mujer que no mece a un hijo en el regazo; cuyo calor y aroma alcance a sus entrañas, tiene una laxitud de mundo entre los brazos; todo su corazòn congoja inmensa baña.
El lirio le recuerda unas sienes de infante; el Ángelus le pide otra boca con ruego; e interroga la fuente de seno de diamante por qué su labio quiebra el cristal en sosiega
Y al contemplar sus ojos se acuerda de la azada piensa que en los de un hijo no mirará éxtasiada; al vaciarse sus ojos, los follajes de octubre.
Con doble temblor oye el viento en los cipreses ¡Y una mendiga grávida, cuyo seno florece cual la parva de enero, de vergüenza la cubre!
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Poeta
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Me acuerdo de tu rostro que se fijó en mis días, mujer de saya azul y de tostada frente, que en mi niñez y sobre mi tierra de ambrosía vi abrir el surco negro en un abril ardiente.
Alzaba en la taberna, honda, la copa impura el que te apegó un hijo al pecho de azucena, y bajo ese recuerdo, que te era quemadura, caía la simiente de tu mano, serena.
Segar te vi en enero los trigos de tu hijo, y sin comprender tuve en ti los ojos fijos, agrandados al par, de maravilla y llanto.
Y el lodo de tus pies todavía besara, porque entre cien mundanas no he encontrado tu cara ¡y aun te sigo en los surcos la sombra con mi canto!
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Poeta
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Ruth moabita a espigar va a las eras, aunque no tiene ni un campo mezquino. Piensa que es Dios dueño de las praderas y que ella espiga en un predio divino.
El sol caldeo su espalda acuchilla, baña terrible su dorso inclinado; arde de fiebre su leve mejilla, y la fatiga le rinde el costado.
Booz se ha sentado en la parva abundosa. El trigal es una onda infinita, desde la sierra hasta donde él reposa,
que la abundancia ha cegado el camino... Y en la onda de oro la Ruth moabita viene, espigando, a encontrar su destino.
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Booz mirò a Ruth, y a los recolectores. Dijo: "Dejad que recoja confiada"... Y sonrieron los espigadores, viendo del viejo la absorta mirada...
Eran sus barbas dos sendas de flores, su ojo dulzura, reposo el semblante; su voz pasaba de alcor en alcores, pero podía dormir a un infante...
Ruth lo miró de la planta a la frente, y fue sus ojos saciados bajando, como el que bebe en inmensa corriente.
Al regresar a la aldea, los mozos que ella encontrò la miraron temblando. Pero en su sueño Booz fue su esposo.
...
Y aquella noche el patriarca en la era viendo los astros que laten de anhelo, recordó aquello que a Abraham prometiera Jehová: más hijos que estrellas dio al cielo.
Y suspiró por su lecho baldío, rezó llorando, e hizo sitio en la almohada para la que, como baja el rocío, hacia él vendría en la noche callada.
Ruth vio en los astros los ojos con llanto de Booz llamándola, y estremecida, dejò su lecho, y se fue por el campo...
Dormía el justo, hecho paz y belleza. Ruth, más callada que espiga vencida, puso en el pecho de Booz su Cabeza.
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Poeta
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Raza judía, carne de dolores, raza judía, río de amargura: como los cielos y la tierra, dura y crece aún tu selva de clamores.
Nunca han dejado orearse tus heridas; nunca han dejado que a sombrear te tienda para estrujar y renovar tu venda, más que ninguna rosa enrojecida.
Con tus gemidos se ha arrullado el mundo. Y juego con las hebras de tu llanto. Los surcos de tu rostro, que amo tanto, son cual llagas de sierra de profundos.
Temblando mecen su hijo las mujeres, temblando siega el hombre su gavilla. En tu soñar se hincó la pesadilla y tu palabra es sólo el ¡"miserere"!
Raza judía, y aun te resta pecho y voz de miel, para alabar tus lares, y decir el Cantar de los Cantares con lengua, y labio, y corazòn deshechos.
En tu mujer camina aún María. Sobre tu rostro va el perfil de Cristo; por las laderas de Siòn le han visto llamarte en vano, cuando muere el día...
Que tu dolor en Dimas le miraba y Él dijo a Dimas la palabra inmensa y para ungir sus pies busca la trenza de Magdalena ¡y la halla ensangrentada!
¡Raza judía, carne de dolores, raza judía, río de amargura: como los cielos y la tierra, dura y crece tu ancha selva de clamores!
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Poeta
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El pinar al viento vasto y negro ondula, y mece mi pena con canción de cuna.
Pinos calmos, graves como un pensamiento, dormidme la pena, dormidme el recuerdo.
Dormidme el recuerdo, asesino pálido, pinos que pensáis con pensar humano.
El viento los pinos suavemente ondula. ¡Duérmete, recuerdo, duérmete, amargura!
La montaña tiene el pinar vestida como un amor grande que cubriò una vida.
Nada le ha dejado sin poseerle, ¡nada! ¡Como un amor ávido que ha invadido un alma!
La montana tiene tierra sonrosada; el pinar le puso su negrura trágica,
(Así era el alma alcor sonrosado; así el amor púsole su brocado trágico.)
El viento reposa y el pinar se calla, cual se calla un hombre asomado a su alma.
Medita en silencio, enorme y oscuro, como un ser que sabe del dolor del mundo.
Pinar, tengo miedo de pensar contigo; miedo de acordarme, pinar, de que vivo.
¡Ay!, tú no te calles, procura que duerma; no te calles como un hombre que piensa.
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Poeta
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