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Pirañas de Colores. (ligeramente calumniando a Adolf Hitler).
Adolf Hitler tenía un acuario con pirañas de colores. Mientras tocaba armoniosamente bien su piano las observaba deambular por el acuario, siempre frenéticas y hambrientas. Eran verdes con las agallas violetas, o rojas y amarillas, de un rubor purpura y dorado exquisito, refulgían a la par que el piano. Hitler las alimentaba con fetos de judíos. Cada vez que en un campo de concentración una mujer abortaba su feto era conservado para que Hitler pudiera alimentar a sus pirañas. El dictador las adoraba, y Eva Braun también. Un día el dictador compuso en su piano una melodía para sus pirañas, hay una fulguración azul cuando los peces, rodeando el feto recién depositado en el agua, empiezan a morderlo. Cien mariposas amarillas y lilas y verdes surgen del piano cuando le dan dentelladas los pececitos al embrión humano. Hitler se extasiaba en la contemplación de cómo las pequeñas pirañillas de colores mordisqueaban y arrancaban los pies y los dedos del nonato. Era una auténtica maravilla ver como se deshacía el feto bajo los dientes de las pirañas. Cuando Hitler se suicidó las pirañas murieron de hambre. Pero se dice que devoraron cinco mil fetos judíos, a un niño por semana. Eran unos animales con pliegues de fantasía y dientes como cuchillos, como agujas. Se lanzaban sobre la pequeña masa gelatinosa del nonato con una impiedad inmisericorde, el feto parecía querer saltar fuera del acuario bajo los empujones y dentelladas de los pececillos. La melodía era exquisita entonces, Hitler no dejaba de tocar el piano hasta que no quedaba resto del niñito. Surgían arabescos de plata de la pianola hitleriana al compás de las mordeduras de los carnívoros bichos. Eva Braun semidesnuda mostraba sus pechos de porcelana blanca bajo un gran mapa de Alemania. Yo las he comprado en un mercado de Indonesia, las alimento de tocino y restos de jamón serrano. Las patas de jamón serrano que sobran en los bares de mi barrio, cuando ya nada más que quedan los restos y el pellejo y el hueso, las utilizo para que mis pirañas se alimenten. Hay quien dice que forman parte de mi propio estomago y que han surgido de mi boca como el mundo de la boca de Dios, ¡¡¡¡mentira¡¡¡¡¡. Son solo una distracción, nada más. Se que hay sibaritas que aun acuden a las clínicas a la espera de un feto humano recién abortado. Es delicioso ver entonces al aborto, al feto, no más de veinte o treinta centímetros, caer bajo los dientes de las pirañillas. Pero yo sólo uso patas de jamón, el hueso se pone limpio como si lo hubiesen corroído en ácido. Son unos animalillos preciosos, parecen Betas combatientes pero tienen la voracidad de mil tigres de Bengala. De la partitura que escribiera Adolf Hitler en su piano no queda copia. Supongo que sería de un refinamiento y un barroquismo soberbio. Me costaron los bichos mil euros, son unas quince, verdes, azules, amarillas, rojas. Es cierto que una vez utilicé el feto de un perrillo abortado y unos cachorrillos de gato recién nacidos y ahogados para alimentarlas, y yo, al igual que Adolf Hitler, compuse también para mi piano una pequeña melodía de grillos azules, muy pequeñitos y vivísima de luz dorada. Me produjo un estremecimiento sin embargo ver cómo devoraban un feto humano entero en el acuario de mi amigo Fernan, que fue el que me inició en estos misterios. El feto era pequeño, lo habían traído no hacía ni media hora directamente de una clínica abortiva, mi amigo Fernan lo depositó en el agua y los pececitos se avalanzaron sobre su cuerpecito y lo devoraron con primor, es curioso pero en la radio estaban sonando las danzas españolas de Enrique Granados. Duró poco el feto, acabó consumido antes de que las danzas terminarán de sonar. Sin embargo todo lo estropeó un sonoro pedo que mi amigo arrojó al aire justo en el momento en que el feto desaparecía. Todo el encanto monstruoso de aquel holocausto desapareció en el pedo de mi amigo, y por eso lo odié profundamente. Para mi su pedo fue como una blasfemia pronunciada en lugar sagrado. Pero en fín. En mi viaje a Indonesia compré treinta y en el viaje solo sobrevivieron veinte. Luego murieron otras cinco pirañas, devoradas por ellas mismas. Cuando arrojo un trozo de tocino al agua se vuelven locas como poseías por un espíritu diabólico.
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Francisco Antonio Ruiz Caballero.
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Poeta
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Hitler.
Hitler empezó a tocar el piano. Acababa de firmar un largo protocolo de colaboración con la España fascista de Franco y le apetecía relajarse. Por la ventana del palacio entraba el débil cosquilleo de la campana de un Iglesia católica. Qué contrariedad, una mosca también entró por la ventana junto con la débil armonía. ¿cómo tocaría ahora su piano, ahora mismo en que le apetecía revisar una melodía de diamantes y rubíes?. La campana de aquella iglesia de Berlin soltaba su débil maravilla de siringas anaranjadas, junto con una miríada de siringas de vencejos locos, que iban de aquí para allá en un cielo violeta y añil. Tres judíos para España a cambio de diez millones de pesetas convertibles en marcos. No estaba mal la carne judía, valía su precio en oro. La gente ya no compraba el Mein Kampf que le hiciera rico, y necesitaba más dinero. Pero qué agobio no poder despellejar tres horrorosos y criminales judíos. La mosca, impertinente, se posó en el piano, y la mató. Empezó a tocar. Primero surgieron pequeñas chispas de luz anaranjada, en las que ardían insectos de jade y turquesa, que se movieron sobre la melodía de un cisne brutal, de ojos profundamente negros e hieráticos, fríos como témpanos de hielo negro, en los que se reflejaba una malaquita de nauseas, y un profundo laberinto escarchado de ostiones de nácar, feos como horribles y estrambóticas piedras, luego las chispas se hicieron más intensas, rojas, tal la sangre, de un bermellón rabioso, y casi negro, en las que ardían pupilas de niños arrancadas de cuajo, y navajas de barbero afiladísimas que cortaban pescuezos de gallos verdes. La habitación se llenó de pavos reales, verdes y azules, y el músico, abstraído, los elevó a la categoría de Dioses, hasta sus deyecciones eran de color azul, y se hicieron de pronto tan pequeños que cupieron en una gota de rocío, que se evaporó. Prosiguió la melodía, todo el mundo sabe que los nazis tocan el piano de una manera apoteósica. Hitler estaba sudando, qué placer, Dios mío, se decía, ante la música que surgía de sus dedos, llena de arabescos de ázucar y jengibre, junto al piano había un pequeñito reloj de arena, regalo de una condesa, sin quitar las manos del piano le dio la vuelta para contemplar la caída de la arena de oro. La música sonaba a Leviatanes marinos, grandes y deformes, llenos de tentáculos, que también se hicieron diminutos hasta caber en una sola gota de rocío, que también se evaporó. Se deslizaban los acordes por prismas de bellísimos arcoiris, en los que flotaban mariposas de ocre, marrones, y llenas de pelo, muy feas, como sucios vagabundos, y Hitler las espantó con un trinar de notas de piano amarillas, en las que había un tenebroso bosque lleno de cocodrilos, un manglar lleno de bueyes , y la cola de un guepardo, cortada en dos. La melodía era naranja, azul, violeta, verde, rosa, sesenta mil arpas tocaban en cada nota del piano de Hitler. Qué perfección, Dios mío, dijo un soldado que escuchaba desde la calle. Trescientos geranios brotaron de golpe sobre una alcantarilla y se derritieron en una llamarada de inciensos. Hitler dejó de tocar el piano. ¿por qué salvar tres horribles judíos?. Tenía el protocolo de colaboración con España sobre el piano, lo cogió con sus bellísimas manos, le echó un vistazo, y lo rompió. Luego, incomodo, se levantó, y cerró la ventana. Seguiría tocando el piano de una manera bellísima. Todo el mundo sabe o debería de saber que Hitler era un magnífico pianista.
.............................................................................. Francisco Antonio Ruiz Caballero.
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Poeta
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La Reunión de los Cardenales.
En la magnífica y amplia sala, arabescos, ónices y damasquinados que herían la vista, entró el Cardenal Azul Turquesa. Llevaba un manto arzobispal tan hermoso como las pupilas de la más bella de las huríes del paraíso. En sus huesudas manos tres anillos daban mordiscos relampagueantes al aire. Uno de los anillos eran un rubí, tan feroz y lascivo como una gota de sangre al mediodía. Otro de los anillos era un carbunclo, espantoso en sus acordes de anochecer enfurecido. Y el tercer anillo era un ámbar, fulgente como la miel de romero, que escondía una dosis siniestra de estricnina, y tenía forma de cisne de plata. Tras el Cardenal Azul Turquesa entró el Cardenal Azul Marino, sereno como una estatua de mármol, con una cruz de oro que describía puñaladas de fulgor a la luz de los grandes candelabros. Después de él entró el Cardenal Azul Lapislázuli, fastuosamente bello, delgado, hierático, tal un extraño pavo real aristocrático, solemne en su majestad de príncipe de la Iglesia satánica. Y más tarde entró el Cardenal Azul Celeste, exactamente igual a un cielo sevillano, indescriptible en su soledad fantasmagórica. Y finalmente entró el Cardenal violeta., terrorífico como la tortura, y bello como una explosión de lilas. Entraron en la sala y se saludaron con besos jesuíticos y cariñosos e hipócritas abrazos. Todos ellos se amaban y se detestaban al mismo tiempo. Y el roce les hacía saltar chispas de amor y rencor a la vez. Tenían que debatir, se dijeron. ¿qué hacer con el Hereje?. El Cardenal Azul Turquesa describió su castigo: Que una negra gorda, bestial como un elefante, con la boca llena de mierda, desvergonzada, maligna como un cáncer, y enormemente gorda, gorda, gorda, tal un hipopótamo, estrangulara al blasfemo. El Cardenal Azul Marino, no estaba de acuerdo, se mordió los labios antes de pensar el tormento y dijo: No me parece bastante, ¡¡¡¡arranquémosle los ojos¡¡¡¡¡, para que no pueda ver el producto de sus blasfemias. Un silencio de neumonía recorrió la sala sobre grandes témpanos de hielo. Habló el Cardenal Azul lapizlázuli. ¿Para qué sacarle los ojos?. Que vea a sus hijos deformes y repugnantes nadar en la piscina, esqueléticos y feos, nauseabundos, y que esa misma visión le atormente hasta el final de sus días. O hagamos que lo sodomice el más brutal de los maricas. Una sonrisa macabra tenía en la cara, hermosa como un jade lunar, como empolvada de harina, y sus dientes eran tan blancos como la nieve más pura, brillaban arañas de plata en tanta malignidad. Pero habló el Cardenal Azul Celeste. ¡¡¡No¡¡¡, dijo, mientras doblaba los brazos sobre el pecho junto a una cruz de carey verde. No, dijo. Hagamos que tenga hijos, que los vea crecer y ser felices hasta los quince años, y entonces, tal el segador que corta las espigas de los trigos, arrebatémosle esa belleza. O metámoslo en la más profunda de nuestras prisiones para que no vea la luz del sol, ni se acaricie con sus rayos, y se vuelva loco en su silencio de cristal irisado. El Cardenal violeta estaba casi como un ausente, espeso como el aceite o la piedra, y tan morado que causaba enojo. Se dirigieron a él con un gesto de amigos fraternos. ¿qué hacer con el autor de tales herejías?. Y habló entonces como enloquecido, gritando casi, desesperado y maniático: ¡¡¡Hagámosle creer que no existimos¡¡¡¡¡¡¡.
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Francisco Antonio Ruiz Caballero. (El autor ha hecho tal esfuerzo que tiene callos en el cerebro).
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Poeta
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La Pelea. (relato manifiestamente mejorable).
Los Arzobispos, seda púrpura y ocaso de rubíes, verónica ejecutada por un demente, carmesí vestimenta de la rosa católica, pájaros de fuego y escarlata profundo, se enfrascaron en una pelea a manotazos. Llevaba el arzobispo de Toledo una cruz verde de carey y plata, con un pequeño Jesús de marmolito, y el arzobispo de Granada llevaba un rosario de esmeraldas finas, donde la tarde bailaba un síncope de moreras. Y empezaron a golpearse barriobajeros. Ausente Lucrecia Borgia con sus venenos, no había anillos de ónice con cicuta, ni las amanitas rabiosas demostraban su cintura y sombrerillo, siempre dispuestas para horadar un hígado, sino que para celebración del odio y el resentimiento la pelea fue a puñetazo limpio, como dos desnudos Apolos boxeadores, vestidos de seda fulgurante y rubí. El púgil de Toledo dió el primer guantazo, galera portuguesa contra galeón británico, o tanque de guerra alemán contra refugio antiaéreo ruso, y temblaron todas las copas de vino de los bares de París de noche, y en el rostro de su rival granadino un rojo crisantemo apareció en la mejilla como un poniente en un balcón. Respondió Granada con un baile de serpientes de fantasía, cinco, abiertas en una mano rotunda, grande, elefantiásica, que demostró la fortaleza de la Alambra y el poder de la Cartuja de los Hurtado, yeserías calientes y rojas marcaron los mofletes de Toledo y Santa María La Blanca se puso sonrosada como una sandía abierta, jugosa de pulpa y azúcar y ácida como un limón de Lorca. Siguió Toledo con un cruzado de derecha, retorcido como los avaros judíos, usurero y rabioso, sin piedad, que hirió el aire como una mariposa de ladrillo pues buscaba un rostro de cemento para edificar una mezquita roja, pero Granada esquivó la ventolera y alzó su brazo de espasmo inmaculado contra la proposición deshonesta. Volvió Toledo a levantar una gardenia de granito y la nariz de Granada sintió un batallón de legionarios borrachos pero Granada, como Zaragoza, no se rinde, y contraatacó con un gancho de izquierda que fue al estómago de la ciudad imperial donde un bocadillo de chorizo hacía una mala digestión. Los dos atlantes, inmaculadamente rojos, tenían las caritas como los tomates de temporada, y prosiguieron su dialéctica de barrio bajo como dos elefantes que se atropellan, aquí una mariposa de piedra contra el Alcázar, aquí una libélula de mármol contra el Generalife, aquí un rinoceronte de cinco cuernos abierto de par en par como una ventana, aquí los cinco hijos de Manuela golpeando el rostro de Jesús Nazareno. Granada contra Toledo, Toledo contra Granada, Asiria nunca es Ninive, Ninive nunca fue Asiria. Trece ostias se pegaron los cardenales hasta que cansados y echando sangres por las narices dejaron el asunto para otro día, cuando quisiera iluminarlos el Espíritu Santo, pero se oyeron los golpes y bofetadas hasta en la Cochinchina, donde un súbdito inglés tomaba té con pastas.
Dos danzarines rojos que vieron cúpulas de fuego, dos camiones cargados de cerdos que chocaron de frente, dos tiranosaurios que se dieron cabezazos, dos amapolas rojas que enfrentaron sus corolas, ebrias de bermellón y granate, dos caritas que se pusieron coloraditas coloraditas, como una pintura abstracta, todo lo majestuoso del vuelo de dos colibríes rojos y todo lo chabacano de la gentuza expresidiaria. Los cisnes rojos se enfrentaron en una orgía de bofetones a la media luna, de bofetones a la luna entera. Trece santas ostias se dieron los príncipes del Espíritu, aderezadas con mala leche y vinagre, ácidas de pomelo y fuertes como los correazos de un padre, y no se dieron de navajas porque no las llevaban encima pero los campanarios de ambas catedrales sonaron a arrebato y a fuego y la Virgen María espantada giró un poco la cabeza para no verlos estropearse de manera tan mala. Abajo, en los infiernos, Satán se frotaba las manos alegre y para festejarlo encendió una caldera nueva, recién comprada en IKEA, que tenía pececillos triangulares esmaltados en un fondo amarillo. Pero quien más lo festejó fue el arzobispo de Burgos, pues había apostado a que se daban de ostias nada más apareciesen por la Sacristía.
................................................................ Francisco Antonio Ruiz Caballero.
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Poeta
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"Apuntes para dibujar un borrador" “…No es que el paisaje sea triste, es que la nube de frailejones calla y observa impasible el vuelo señorial del viento, del cóndor, del cóndor como viento. Es que el paisaje es profundo y amplio profundo hacia la bóveda azul donde el Chiles y el Cumbal besan con sus picos albinos su vientre inmenso e intenso; amplio como el frío que cala hasta los huesos y mantiene despierta el alma. Es que el paisaje es único, es que el paisaje es nuestro, y es que comulgando con sus faldas nosotros somos el paisaje…” Tomado de “Mi Tierra” (M. Álvarez – Antología Añil / 1995)
Soy Milton Henry, hijo de Jorge Isaac un zapatero soñador y Rosario Herminia una bella artesana del dulce y la ternura, me trajeron a la vida en Tulcán una pequeña ciudad que se extiende alrededor del Chiles, un cerro que se abrasa entre frío y viento con el Cumbal en la vecina Colombia. Ambos nacieron en la capital, más buscando organizarse fuera de Quito llegaron a Tulcán, tras de mi abuela materna Carmen, una viejita bonachona, la gestora de trabajar el azúcar para hacer tantas y tantas golosinas, así llegaron a esa pequeña ciudad, fría pero muy activa por el comercio con Ipiales (Colombia) a sólo treinta minutos en taxi. Mientras vivió la abuela, generosa como amorosa, no permitió que su hija trabajara haciendo dulces, sin embargo la partida de la abuelita que no dejo imagen en mi memoria, más las necesidades de una familia pobre, que apenas tenía el esfuerzo del buen artesano zapatero que fue mi padre, puso pronto a todos en movimiento, en la herencia de trabajo de la abuela Carmen. Entre manualidades y mucho movimiento mis hermanos y yo aprendimos tan pronto pudimos, que teníamos que engranar en el especial equipo de los Álvarez Viteri, pues había tantas cosas que hacer que siempre existía una tarea para cada uno, pero también tiempo para charlar, reír o leer revistas. Alquilábamos revistas en la tienda frontal de la casa y claro, los más asiduos lectores éramos nosotros, así llenamos en nuestra mente tantas y tantas historias, más fantásticas que reales y las reales fantásticamente contadas y dibujadas, creo que aquellos años de imágenes, aventuras sin fin, alimentaron nuestras dotes naturales de buenos dibujantes, el cultivo de la memoria, alguna amplitud en el vocabulario, pero por sobre todo un horizonte basto, místico a veces, idealista siempre, pero por nuestra realidad, con un corazón inconmensurable de determinación y esperanzas lleno. Más tarde papá dejó la zapatería como actividad económica principal de ingresos, para con mamá hacerse cargo de la atención del bar del colegio en el que estudiaba Margoth Anabella mi hermana mayor, entonces las tareas se multiplicaron, había que preparar más cositas, comprar otras cruzando la frontera, etc. Aquellos viajes a Ipiales y/o Pasto los disputábamos todos, porque aunque había que ir a caminar mucho, cargar paquetes, etc., podías sin embargo también, deleitarte con el ajetreo del comercio, el especial espectáculo de la gente embebida en la tan especial ceremonia de comprar y/o vender, y por supuesto, disfrutar de las golosinas que mamá o papá compartían con el acompañante beneficiado. Familia modesta que por el trabajo colectivo habría vivido sin dificultades, tuvo que encarar desgraciadamente las tristes secuelas de las enfermedades, por no acceder desde el vientre a una atención médica preventiva, (sin contar que los pocos médicos locales eran todólogos, pues debían convertirse en especialistas de todo mal, con más modestos que profesionales resultados), los esfuerzos por heredar una buena educación a sus hijos, puso pronto a Jorge y Herminia, a luchar cada instante contra los ataques de las enfermedades, ya que terribles infecciones tempranas, arrancaron a dos de sus nueve hijos: Edmundo el tercero a quien no conocí y Johnson Patricio el séptimo, mi bebé que parecía juguete, que se fue sin despedirse cuando yo iniciaba mis estudios en la escuela primaria; cuando mis primeras letras, debieron enseñarme a decir adiós, y mis primeros juegos debieron incluir lágrimas de despedida. Los dos se fueron muy tiernos, que debían ser para Dios decían, no llegaron a saber mucho de este mundo, ni siquiera alcanzaron a caminar y caerse en el intento. Nací el quinto de nueve hijos, hoy soy el segundo de los cinco que quedamos, el cuarto Tyron Elvis fue nuestro mártir, padeció cáncer en sus riñones entre los 8 y 14 años, los años de juego, de hacer picardías, de aprender cosas, de los pedidos inverosímiles a Papá Noel, se diluyeron antes que sus riñones. Pudo sin embargo expresar su increíble sensibilidad, para demostrar muy temprano, que fue el más virtuoso en el dibujo y en el uso de las letras para decir lo que el alma grita; sus cartas de “noche buena” al niño Dios pidiendo como favor, como bendición lo que cada niño sano tenía, el aliento para jugar, correr, caminar sin dolor al menos, mirar los ojos de sus padres, libres de la represión de las lágrimas, brillosos aunque sea de esperanza, ver sus rostros descansadas, libres de la ansiedad, de las muecas de dolor contenido, de la ira contra natura. Sí, podían romper cualquier nudo de garganta para permitir el paso a raudales al llanto que hace descansar algo al espíritu, para ponerlo nuevamente en guardia a soportar la siguiente embestida. Nuestros viejos no paraban nunca, luchaban sin descanso para no dejar que una vida más les sea arrebatada, cuando fue necesario llevaron a Tyron a la Capital al Hospital de Niños, que jamás fue una garantía de mejores posibilidades, la ciencia desarrollaba recién en esos años, los primeros pasos de implantaciones artificiales y mi país tenía algunas décadas de retraso respecto de esos primeros avances. Pero no se quedaron allí, buscaron en la fe también, experimentaron hasta con una Virgen de esas que se asoman de cuando en cuando, hasta un pueblo Colombiano de nombre Piendamó lo llevaron a limpiarlo en las aguas bendecidas por aquella, algunos galones extras también les vendieron para llevar a casa, para que la virgen milagrosa completara la sanación (los consabidos negocios forjados paralelos a las apariciones); todos nos embebimos en esa esperanza que emborracha a los necesitados, especialmente a los que no teníamos cómo optar por otras alternativas. Cuando por fin -dios debe haber sido-, Tyron murió, lo hizo peleando una esperanza más, lo habían llevado a internar en el Hospital para niños de la Capital, papá había ido a buscar ayuda con Doña Corina la esposa del Presidente Velasco, para tratar de alcanzar alguna solución para los riñones de mi hermano que casi no existían; esa ayuda tampoco fue posible, no estuve allí, pero ahora sé que sólo tanto amor y esperanza de mis padres esperando un milagro, pudieron soportar tanto dolor y angustia. Tyron fallece asomando a sus catorce años huérfanos de adolescencia, cansados de luchar, lacerados por las limitaciones de la enfermedad, pero maduros a más no poder de esperanza, de persistencia de negarse a bajar los brazos, de no querer llorar, pues ya bastantes lágrimas habían en los ojos de mamá, se fue deseando volver corriendo como tantas otras veces y aunque hubiese regresado en brazos de papá, habría sido un triunfo más de su fortaleza infinita, una pincelada maestra que retoque su estatura sin igual de ser humano. Cuando alguien muere sus recuerdos dicen, van en proporción con los años de vida, yo no lo creo, van en relación con la calidad de vida que se ha tenido, Tyron se nos fue dejándonos como herencia su tesón por la vida, su gran sensibilidad al dibujar y pintar, su poco niñez y su ninguna adolescencia debido a la madurez extrema de tanta ilusión por sanar, y sobre todo, nos dejó un hueco enorme como el hambre, en la casa toda y en el recuerdo que no se llenará ni saciará jamás. Pero de los que se fueron, había un sol que también se nos iría, el cariño hecho hija y hermana, mi “hermadre” Margoth Anabella la primera, la que tenía besos y caricias para los pequeños que mamá no podía atender, porque estaba consolando el dolor y las angustias de Tyron, la que encontraba el estímulo exacto para todos, hasta para los viejos, la de la sonrisa dulce, aquel ser que su belleza espiritual le desbordaba también físicamente, nuestro ángel. Nuestra Margothsita que tuvo la fortaleza, la inteligencia y todo el amor del mundo, para desprendernos del pedazo de falda de mamá que peleábamos los pequeños buscando su cariño, un pedacito de ternura, un instante de sus ojos amorosos, nos hizo sentir compensados, nos enseño que debíamos apoyar a nuestros padres y cada que podamos hacerles saber que les queremos mucho y que podían contar con nuestro apoyo, para la epopeya de buscar ganar la lucha por la vida de nuestro mártir. La bella Margoth que se fue queriendo ser madre, que no resistió saber que su tercera maternidad había parido un hijo, que a las pocas horas no pudo continuar respirando y que la dejó aún más sola, en la distante Caracas, en donde no estaba y no pudo llegar raudo el consuelo de mamá, … sólo se fue, … no sé, si renegando con su corazón que se negó a seguir latiendo o pidiéndole que ya no lo haga más, porque su tercer intento de tener sus propios hijos se marchitaba, sin embargo su imagen angelical flotando llegó, hasta el rincón de nuestra tristeza, para consolarnos con el recuerdo de su dulce sonrisa y sus ojos grandes como su alma, acá en la casa, el hueco de hambre se hizo hueco de tristeza y rebeldía, de sentimientos inciertos, manos vacías, de frío en la espalda y ojos cansados. La partida de cada uno de los ausentes, estableció huecos sí, pero la rebeldía de la impotencia para detener lo inevitable, pudo trocarse en determinación por avanzar, pues aún éramos muchos, que sobre todo nos necesitábamos tanto y por ello aprendimos a apoyarnos, a hacer del beso y el abraso el mecanismo más continuo de cercanía. Pudo especialmente convertirse en madurez, de sabernos capaces de superar tormentas, de entender que nuestro trabajo nos da la medida de enfrentarlas, y toda la ternura que podíamos recibir y generar el motor para nunca darnos por vencidos. Aprendimos que no podemos perdernos los detalles de vida de cada uno de nosotros, que no necesitábamos consuelo, que era más importante la compañía, el compartir los alimentos y el saludo, el trabajo cotidiano y los sueños y hasta el chiste que nunca falto, porque había que encontrarse al menos sentido del humor en la desolación y la desesperanza. En casa al igual que se preparaba la suela y los nuevos lindos zapatos, se amasaba el azúcar y envolvía los sugestivos dulces, más tarde toda la gama de artículos para los bares, etc.; la insistencia en los detalles y en el trabajo de grupo de todos, nos ayudó siempre a acentuar los cuidados entre todos, nos hizo entender que la felicidad es un instante y que por ello hay que darle intensidad a la entrega, a la expresividad, aprendimos por ejemplo con Raymundo el sexto, mi entrañable hermano Ray, que teníamos que alimentar la ilusión de Carmita y Harold los últimos, que debíamos reeditar el derroche de amor de Margoth y otra “Nochebuena” lloramos después de haber logrado algún regalo para los pequeños, sus sonrisas al otro día serían la mejor recompensa y nuestra Navidad, quizá el enfrentar situaciones de este tipo, determinaron que fuéramos convirtiéndonos en algo padres y no cuates de juegos, triste manera de forjar distancias y barreras generacionales, pese a la insignificante diferencia de edades. En aquella “nochebuena” mis padres habían tenido que asistir en la Capital al primer embarazo fallido de Margoth, su muñequita no alcanzó la vida, murió prematura con la belleza corriendo por su pequeña estatura, mamá y la otra abuela tuvieron que envolver entre lagrimas y un atuendo blanco aquella tierna vida frustrada, como dos niñas grandes compartiendo la misma muñeca preferida, para con el murmullo de sus sollozos velar su sueño eterno hasta apagar la luz con los clavos que cerraban su lecho. Jorge Isaac Jr. el segundo hijo, estudiaba lejos y tampoco estaba con nosotros, tuvo que aprender a imaginar cómo se va el agua entre las manos, aunque esta no corra refrescando. También él se nos quedó lejos, por aquellas absurdas distancias generacionales, cómo podíamos entenderlas entonces, para acercarnos y protegernos, para hacernos fuertes y sostener con mayor abrigo la fe en la vida, en la esperanza loca de tener un amanecer distinto. Aprendimos…, siempre aprendimos, buscamos entender la lección de cada pasaje, pero era necesario que algún momento pongamos en blanco y negro estos pasajes de nuestro fortín, del remanso en media guerra, de la casa, de las ilusiones después del llanto, de cómo se afianza y crece la familia, a pesar de los detalles desgarradores en ocasiones de esa al fin y al cabo nuestra historia; algún momento había que hablar de lo vivido sin temor a llorar por hacerlo, rescatar la memoria de los ausentes, por sobre la cultura del dolor, por sobre el sacrilegio de no abandonar las lecciones de vida, que la calidad de los años vividos dejaba. Para tranquilidad de mis padres los más pequeños fuimos buenos estudiantes, en mi caso había despuntado como un excelente alumno en mi escuela, pero injustamente compensado, mi escuela era la típica escuela de pueblo chico, en donde brillan o más bien se hace brillar a los hijos del maestro o al hijo de familia de recursos, “ tanto tienes tanto vales” es un maldición que se cumple inexorable; a pesar de no haber tenido punto de comparación, se me relegó injustamente repetidas veces, como que hasta en eso mi ambiente no encontró incentivos. Recuerdo como los hechos más sobresalientes de mi vida escolar: que me seleccionaron como declamador innato desde el primer año; a mis 8 años tenía a toda la clase en mi rededor, escuchando historias increíbles, quizá una mezcla de las 30 a 50 historias que semanalmente devoraba, cuando las revistas nuevas llegaban a casa; ese año participé en un concurso de dibujo con otras escuelas con niños de hasta 12 años y quedé tercero, lloré mucho antes de llegar a casa con la noticia, ese año mi Tyron dejó de asistir a la escuela, lloraba porque sabía que si él estaba aún en clase, abríamos llevado dos premios a casa. Cuando terminaba la escuela primaria, uno de los profesores jóvenes, -que luego despuntó como uno de los poetas de mi ciudad-, al leer mis perspectivas de vida en una composición que hice en el concurso por la medalla de oro (que también me robaron), se acercó a felicitarme y a decirme que tenía una gran inventiva y que debía explotarla. Quizá estos no gratos antecedentes determinaron que en el colegio busque otros atractivos a más de pasar los años sin dificultades, sin prestar mucha importancia a algún estímulo que recibí, entre ellos la de uno de mis profesores de literatura, que me resulta especial ahora, me dijo una ocasión que escribía con mucha madurez y que debía dedicarme a estudiar Literatura, después de calificar un ensayo de cuento que había presentado, pero fue un comentario que se le hace a un niño de 13 años y nada más, una felicitación más, vaga e intrascendente. Hice algo de teatro a finales de secundaria, y pude mantener mi fama de buen declamador hasta cambiarla después por la oratoria. Para entonces mis padres administraban el bar de mi colegio, de modo que mis recreos los dedicaba a ayudar, mis amigos más cercanos no salieron del colegio, los tenía en el barrio; sólo cuando cursaba los últimos años de colegio y toda la influencia de la revolución cubana nos llegaba a través de los movimientos de izquierda, encontré respuestas difusas a mi rebeldía, a la angustia en todos los rostros de la miseria galopante, al olvido inmisericorde de pueblos como el mío, traté de ser un líder y pretendí tener respuestas, pero era más la confusión y las complejidades de las ortodoxias mal explicadas y aplicadas, que proyectos concretos para generar cambios, viví sin embargo la crisis de una de las masacres más terribles de esa década en mi país, la matanza de los obreros del azúcar en Aztra; luego el retorno “democrático” con todo su circo de curanderos sociales, inventores del progreso, de la justicia social, demagogos traficantes de la miseria popular, no tuvimos que esperar mucho para sufrir la desilusión de constatar las equivocaciones, la corrupción y los engaños de los nuevos títeres de turno; nos regocijamos y estallamos en solidaridad con el auge del sandinismo hasta la nueva decepción de su caída posterior. Vinieron más tarde las ramificaciones de la familia, Jorge que se hizo Técnico de Aviación nos trajo a Yolanda, pronto llegaron los primeros sobrinos y nietos, Jorge Isaac Tercero y Patricia, cuando ella nacía, yo también abrí mi ramal con Ruth Silvana, mi compañera, jóvenes impulsivos pusimos nuestras frentes y puños al viento, con la coraza férrea de un amor del tamaño de nuestros sueños, dueños del futuro y las herramientas para forjar un núcleo diferente en nuestro hogar, echamos a andar, allí fuimos dando forma a las sinuosidades del camino, tratando de esperar los ramalazos de luz de mejores amaneceres, para que las bendiciones de las maternidades de mi muñeca-mujer encuentren al menos más amplio el horizonte para volar y soñar.
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Poeta
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¡¡¡Maldito seas José Fernando¡¡¡.
Gruesos cordobanes de cuero repujado ocultan azulejos verdes, azules, dorados, hasta la altura de las cenefas, con grabados jeroglíficos de plata y púrpura. Sobre un piano de nácar Namibia desnuda tiene el cuello de un cisne negro rodeado de granates, brillan las joyas chispeantes, rutilantes, líricas. Ella, Namibia, tiene los ojos como las maldiciones, su escorzo es el de la garza negra. En el piano, desnuda, parece una pantera con una gargantilla de rubíes. En el mismo piano Tasuko Sumori, perla del arrecife, toca las danzas españolas de Granados, surgen libélulas de cristal del artefacto y la caja de música resuena con un ruiseñor por dentro. Tasuko Sumori tiene los ojos azules, y en sus pupilas lilas hay un cielo nipón constelado de nubes negras. Hay cigüeñas que huyen en sus ojos azules y sus manos son blancas y amarillas como el marfil. Rosa María, en bragas rosas, es como una paloma en un nido amarillo, lleva una orquídea en el pelo y parece somnolienta, sueña acaso con colibríes verdes que liban de hibiscos amarillos en un sueño de ópalos y turquesas, rodeada de almendros y tilos. Los cojines son de seda de oro, los sillones son de terciopelo granate. Por encima de las cenefas, Judith y Holofernes, en un cuadro, descubren una victoria de Sión, Holofernes muestra su cabeza cortada con una mueca de angustia, en sus labios crecen lúpulos amarillos y amargos. Eva Luna está desnuda y se abanica con un plumón de pavo real, lleva un único zarcillo con un jade verde translucido engarzado en un cisne. Cien ojos azules la contemplan, y el sudor en sus senos brilla como el ámbar. Francisca se mira en un espejo dorado y se espolvorea en la mejilla blanca una crema rosa, sus labios son fucsias y tienen una gota de miel. Da vueltas y vueltas el marco del espejo, y éste brilla bajo la lámpara de araña, que deslumbra. A su lado Adelaida, desnuda, toma un frasco con perfume, un spray con una pera de goma verde, y se rocía la colonia en el cuello. Su cuello es un arabesco y un nardo, tiene un collar de esmeraldas que le aprieta la garganta y cae hacia los pechos brillando como el Guadalquivir en Córdoba. Federica lee un libro de pornografía, sus uñas de gata en celo pasan las páginas con los eróticos grabados, hay un Apolo rubio víctima de Sodoma en sus hojas, y un rayo de luz atraviesa una vidriera de cristales azules. Carla, con un lunar en el pecho, lee en cambio en un catecismo los sermones de Antonio de Guevara, hay en sus ojos verdes un manantial de jacintos rojos y en sus labios implorantes las rosas han descubierto, exóticas, su jardín predilecto. Tiene un Yorkshire pequeñito en su regazo, dormido, todo él de algodón. En un jarrón de alabastro cuatro rosas níveas exhalan mariposas de alcanfor sublime. En un brasero los rubíes furiosos queman semillas de alucema y hojas de menta. Conchita escribe en su escritorio de ébano un poema sobre la Atlántida, tiene la pluma de águila el cálamo marrón, la moja sobre un frasco de tinta que brilla como sus ojos, su melodía tiene cariátides gigantescas y atlantes de granito, majestuosas balaustradas y frontispicios de ángeles esbeltos, dragones mitológicos y espejos que lanzan rayos, y una hecatombe que derriba muros ciclópeos. Está desnuda y parece una luna en forma de serpiente, blanca y marmórea.
Un reloj de arena de oro acaba de soltar su último grano, es un reloj de platino con un diosesillo Dagón esculpido. Ernesta le da la vuelta y lanza al aire un suspiro. Su boca entreabierta tiene los labios marrones y su cabello es tan rubio como el oro, molesta la vista, vestida de seda roja borda en un pañuelo un clavel azul. Josefa desnuda se entretiene en un solitario y el As de diamantes se refleja en el espejo granate de sus labios, en sus ojos la noche oculta demonios fantásticos que cazan tigres de fuego y bailan sobre brasas verdes. Y apareciendo por la puerta, toda envuelta en armiño, Nieves, ¡¡¡oh cisne, oh arcángel, oh lirio¡¡¡, arroja un guante al suelo enfadada. ¡¡¡Maldito seas , José Fernando¡¡¡¡. Y el piano deja de sonar.
................................................................ Francisco Antonio Ruiz Caballero.
El Burdel.
El Burdel tiene las paredes de café con leche, aunque cuatro grandes candelabros de oro le adornan lo ruín. Y una gran lámpara en el techo ilumina el salón, con sus sillones de armiño amarillo. Sobre un gran brasero de bronce los rubíes enfurecidos parecen los dientes de un dragón rabioso. Se queman semillas de alucema e incienso. En una mesa un jarrón chino. ¿Qué escena se dibuja en él?, cuatro pescadores sacan con una red de oro un pez espada que hiere a uno de ellos en un brazo. Hay una gota carmesí en una camisa arremangada. Y la mar se bambolea en olas espumosas. Sobre el jarrón una gran hortensia rosa, con un millón de pétalos secos. De la mesa cae un mantel que llega al suelo. En los sofás, las putas. Desnudas y cubiertas de polvo de oro. Doradas. Rapadas al cero, sin cabellos. Pero doradas. Salvo en el antifaz que cubre los ojos, que es de color azul. Está Trinidad, de grandes pechos y lengua viperina, conoce por su nombre los venenos y su lengua es sucia como todos los falos que ha lamido. Sabe insultar. Se ha defecado diez veces en el sombrero del último cliente, que no dió propina. Le mentó a la madre por los cuernos del padre antes de lanzar un espantoso gargajo amarillo al brasero. Se contonea como una serpiente y es la endemoniada hermosa como las cimas del Himalaya. Qué pechos tiene la buena serrana, capaces de amamantar a cien mil legionarios sedientos. Y en sus opulentos muslos de oro, la cripta de su sexo depilado exige un cohombro marino eternamente erecto. Sobre un Piano verde, dorada como un poniente Concha la Peruana sostiene una copa de anís en la mano. La llaman la Peruana, pero nació en Cádiz. Jamás visitó Perú. Pero denunció a la policía a un miembro de Sendero Luminoso que se enamoró de ella de visita en España. Llevaba el terrorista cheques por valor de cien millones, y es puta por afición. Su cuenta corriente jamás estuvo en números rojos. Rojos son solo sus labios, que ahora prueban el anís, cuando folla es una hembra que caza tigres, araña las espaldas de los hombres, a los que rodea con sus piernas como un cangrejo, y es una escorpiona mutante cuyos labios son veneno. Hay en sus ojos negros siete panteras rabiosas y su cuerpo es el de un arcángel. ¿cuántas vergas ha bebido esta noche?, todavía ninguna, por eso bebe el anís, porque sus labios están secos y ella cabreada no ha degustado todavía el sabor de un varón. Han sonado en el reloj las tres de la madrugada, y un gran cisne blanco sobre las azoteas vomita su luz enormemente ebrio. Francisca se mira en un espejo. Ayer cocinó conejo. Se encargó de golpearlo, matarlo, desollarlo, y cocinarlo. Qué soberbia es. Rapada al cero parece un cadete americano, lo es, porque es un hombre, pero su culo ha recibido la verga de ochenta muchachos. En realidad se llama José Alberto, y es de Fuentes de Cantos de Arriba. Con quince años mamó su primera polla. Es un gato, o una gata. Pero sufrió un horror durante su circuncisión. Ese día fue como un pájaro al que le hieren el sexo con tijeras. No tiene pechos, es un hombre, pero su culo ha recibido más esperma y vaselina que el contienen los cachalotes en sus gónadas. Qué buen maromo fuera sino fuera puto. Colecciona mariposas. Y nunca bebe vino porque le hace vomitar. Pero es una mujer en la cama, sedienta de deseo. El esclavo absoluto. En su pecho tatuado hay una cruz egipcia. Y sólo folla por dinero. Una belleza endeble que si tuviera navaja sería felina. Dulce María lee una revista del Corazón, en su portada una Infanta de España proclama su divorcio. Tiene un zarcillo en la oreja de oro puro. Repito que todos estos ángeles están rapados y dorados. El polvo de oro los hace exóticos, como extraños pájaros semidemonios. Dulce María es pequeña, traviesa, esconde una libélula en su pecho, y sus tetas, llenas de miel de higuera, conocen el significado del pellizco. Acaba de estar con un cliente, y ha naufragado con él en el Cabo de Hornos. Qué fellatio tan placentera le ha hecho. Por noventa euros. Era un gordo peludo, con bigote mejicano y andares patosos. Que se empeñaba en decirle Mialma, mialma, mialma, mientras le succionaba entero. No ha sido generoso. Ha pagado la tarifa mínima y ella está enfadada. Por eso le acaba de dar una patada al gato. Lee que la Infanta Elena está harta de su marido y ahora mismo es feliz con esa noticia, también ella quisiera degollar hombres y cortarles el pescuezo, como a una gallina roja.
Oh, Ernestina, es tu primera noche y tiemblas. En tus labios hay una amapola virgen, y tus dientes, duros, aun no conocen el misterio de la no mordedura. ¿quién te tomará esta noche por vez primera?. Ya Juán José te robó el Virgo, y Fernando, y Federico, y Carlos, y Adolfo, y Felipe, y Rodrigo, y Enrique, pero nunca lo hiciste por dinero. Tus tetas son hermosas como dos peras inmensas y hay en tu pubis un olor a romero y salvia. Es tu pureza como la de la azucena mustia y en tus ojos la noche y la luna destilan su fría incógnita. Solo un cuadro de Venecia es testigo a estas horas del perfecto crimen que la alcoba esconde.
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Francisco Antonio Ruiz Caballero. (sin haber estado jamás en un burdel).
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Ultimo Pase de Modelos de John Galiano.
Empezaron a desfilar por la pasarela. Eran delgadas y bellísimas, no excesivamente esqueléticas, pero sin un gramo de grasa. Llevaban trajes fastuosos, con arabescos y alamares taurinos, de una candelería naranja, violeta, cristal, rosa, verde. Se movían suavemente lujuriosas, al compás de una maravillosa música técno. Los rostros estaban pintados de azul y dorado, con antifaces, en los ojos, de purpurina. Los maravillosos trajes brillaban como rabiosos capotes de torero. Pero en las manos, con el brazo derecho alzado, llevaban un corazón palpitante y sanguinolento. La víscera, roja, aún palpitaba en las manos cuando empezaron a desfilar sobre la pasarela. Aquellos moluscos carnosos y sanguinolentos goteaban sangre, que caía sobre la blanca superficie como un reguero. Sujetaban en las manos aquellos coágulos de carne, gordos moluscos extraídos directamente de un pecho, arrancados de cuajo como en un sacrificio azteca. Brillaban las hojas de acanto doradas en los vestidos, las plumas negras o rosas con las que se adornaban, y la purpurina de los antifaces en los ojos. Y chorreaban sangre sobre los brazos, con las manos ensangrentadas, que sostenían en alto, aquellos moluscos de carne maciza, aquellas bombas pulsátiles de músculo. Cuando salió del fondo de la inexistencia la primera y bellísima muchacha, contoneando su cadera, con el corazón en la mano, y una candelería sublime en los vestidos, la gente gritó un OH de admiración y asco. Cuando terminó de desfilar la última muchacha la pasarela estaba teñida de sangre y la gente aplaudía a rabiar. Tuvieron que volver a salir, para saludar al publico, con el brazo derecho empapado en sangre, y un corazón repugnante en la mano, gordo y carnoso como un bicho.
................................................................... Francisco Antonio Ruiz Caballero.
Ultimo Pase de Modelos de John Galiano II.
Cien Cabezas de Holofernes de Plástico. Con el mismo rictus de dolor en la boca que la que se muestra en la película “El Silencio de los Corderos”. Cien cabezas humanas de goma para el último desfile de John Galiano. Ellas saldrán con las cabezas agarradas de los cabellos, moviendo sus caderas y sus culos con voluptuosidad. Llevarán los bellísimos trajes del diseñador, candelerías naranjas y violetas, azules y celestes glamurosos, únicos, rosas fúlgidos y guantes blancos. Un pequeño receptáculo de sangre en cada cabeza hará que dichas cabezas goteen el licor sanguinolento sobre la pasarela. Cada Judith se contoneará como una serpiente de rectas formas, dejando la esbeltez sublime de sus cuerpos el regusto a Victoria de la bella judía, las cabezas, con la boca semiabierta y la lengua casi saliendo de la boca, parecerán que están gritando de espanto. Los Focos iluminarán los brillantes dorados de los tejidos, los capotes de torero de las faldas y los alamares rabiosos en los pechos. Alguna que otra muchacha llevará una orquídea en el cabello, alguna que otra llevará zarcillos de rubíes, alguna que otra tendrá un antifaz de purpurina roja en los ojos. Y todas portarán la horrorosa cabeza cortada y goteante, agarrada de los cabellos, recién noqueada por un espantoso golpe, en un rictus de dolor cochambroso y temible, como la testa de un borracho asqueroso. Los hermosos cisnes llevarán capotes azules de torero envolviendo el bombón escultural del cuerpo. Serán diosas macabras deudoras sanguinolentas de Huitxilopxli. Otras, sin embargo, llevarán trajes de charol negro y reluciente, y antifaces negros o azules en los ojos, y, agarrando de los cabellos la sanguinolenta cabeza de plástico, que parecerá verdaderamente humana, se pasearán sobre la blanca pasarela como panteras temibles, como asesinas horripilantes, recién surgidas de una noche de veneno. Las habrá de trajes naranjas voluptuosos, con bucles de fantasía, o de trajes ajustados al cuerpo, tan ceñidos como la propia piel, azulísimos o rosas. Pero todas llevarán la espantosa cabeza del Bautista, arrancada de un torso. Estarán totalmente serias, sin pestañear, magnificas y sensuales, dignísimas, bellísimas y espectrales, como de ultratumba. Oh , Hannibal Lecter, verás a tu amada Clarisse con la terrible cabeza, como un Teodoto femenino y lascivo, que se contonea suavemente, bajo unos focos irascibles, que despeñan la luz sobre el negro del charol con la rabia de un millón de estrellas. Cuánto horror y cuánta belleza en los malévolos y preciosísimos cisnes. En cada pantera habrá un orco decapitado. En cada rosa habrá la cabeza de un orco. Y en el traje de la última doncella, un fastuoso rojo rubí bellísimo, una gota de sangre capitalina saltará de la grotesca y beoda cabeza.
....................................................................... Francisco Antonio Ruiz Caballero.
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El Asesino de la Armónica de Oro.
El Asesino de la Armónica de oro iba andando por la calle como si fuera un copón de incienso sostenido por un monaguillo, desprendía su aroma de lirios y fresas bajo un sol de oro y topacios. De la armónica surgían mariposas verdes y colibríes violetas y toda la calle era un inmenso acuario de peces naranjas. Iba en su música, con gusto a mazapanes de sidra y olor a alberca de cortijo, un toro negro como la noche, de ojos tan azules como un cielo iracundo, y cuernos tan blancos y peligrosos como la acrilamida. Y al lado del toro, feroz bestia que parecía de mentirijillas, iba un chavalillo torero de quince años, bello como el esfuerzo de una rosa en la nieve. Desaparecían para dejar mil mariposas verdes y diez mil colibríes violetas, y un olor a inciensos sublimes, recién quemados en un incensario de plata. La calle era un inmenso acuario de peces naranjas. La plazoleta se abría de par en par como una inmensa ventana, y por ella entraba la música como una gran antorcha en una cueva de diamantes. Era la plaza una gran ballena de oro, varada en la playa, penosamente agonizante, pero el esplendor del sonido la devolvía de nuevo al mar, y una gran medusa escarlata se quedaba en la orilla proclamando su venenosa malignidad bellísima. El sol brillaba en lo alto como la promesa de un beso, y en medio de la plaza, la fuente, manaba un agua tan pura como un crisantemo amarillo. Había en la fuente quince monedas de oro, brillando al sol, tan relucientes que daban de si mismos pinchazos dolorosos, y una bailarina en el Gran Moulin Rouge se torcía el tobillo en un esguince azulísimo, las monedas las acababa de arrojar un chiquillo de siete años, que no existía, y un anciano de noventa, con los cabellos de ceniza, que tampoco existía. La armónica de oro sonaba a perfume de lilas, y tres jorobados cruzaban su melodía aterrorizados por un cisne de fuego. Serpentinas rosas había en aquella armónica, y jades tan furiosos que mordían como los escorpiones, y sobre todo había tanta ázucar como en un turrón de guirlache. Los colibríes violetas se estremecían en sus notas libando de flores azules, tan azules como el mediodía en Florencia, e iban flotando junto a un cisne de fuego que ardía sin consumirse tan dorado y carmesí como una rosa. Cien mil espejos reflejaron la plaza, que era un inmenso acuario, lleno de peces naranjas, y todo brillaba como la pupila verde de una Hurí. Qué extraño caballo jerezano verde cruzaba violentamente un puente de turquesas, con las crines de fuego amarillas y los ojos rojos como los de los vampiros, y qué extraño tigre sin rayas daba zarpazos morados a una gacela rosa, de donde surgía la música?, de un fondo de oro y piedras preciosas, de ámbares con hormigas, tan naranjas y tan ambarinos, como un palacio bajo el mar. Y las rosas exhalaban hacia el cielo su alma de esclavas en Babilonia. Al verme el músico pasar calló su armónica porque yo no sabía torear y no me merecía la gloria de los gladiolos, y la calle y la plaza quedaron en silencio, como el cadáver de un anciano. Era tan bonita la música como un paseo entre los lirios, pero el dueño de la armónica, al verme, como yo no sabía torear, dejó de tocarla. Y solo recuerdo que era una música tan densa como la miel, tan perfumada, como una rosa, y tan hermosa como un cisne de fuego. En el silencio del mediodía la Tumba de los faraones tenía una momia tan fea como un asesinato. Y empezaron a sonar las campanas de San Gil, de una manera dulce y amarga, limpia y rencorosa, melosa y estridente, y en cada campana había un hipopótamo recién nacido y un cocodrilo rabioso. Yo solo quería ver un chavalito negro.
........................................................................................ Francisco Antonio Ruiz Caballero.
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El Asesino que vivía en una Mariposa.
En un fondo de luz azul vivía, en una estela dorada, en una nota de piano. Se sostenía en los arabescos de una pompa de jabón amarilla. Vivía en el ala de una mariposa. En una gota de ámbar se paseaba a la caída de la tarde armado con un cuchillo mellado, oxidado y pardo, que cortaba el aire siniestro y lascivo, voraz como una hidra de mil fauces. En ese cuchillo la luna se deslizaba destilando su gota de aguardiente venenoso, para el paladar exclusivo de los malvados, y la cicuta crecía como en el costado de un árbol caído, reseco y con talados muñones. En aquel cuchillo había un vuelo de colibríes negros, que libaban de hibiscos de fuego una miel caliente y amarga, nunca dulce, preparada por los sacerdotes de una iglesia satánica. Preparaban la miel en noches de luna nueva, de luna inexistente, la extraían de una mandrágora arrancada de la tierra, mandrágora regada por el semen de un ahorcado tuerto. El acto preparatorio era un carnaval de máscaras horrendas, emplumadas de avestruces y deformes, narices inmensas y ojos de buey castrado, y capas carmesíes. Danzaban los sacerdotes bajo el incienso quemado y prodigaban oraciones en etrusco y latín, y hacía presencia en la mascarada un chivo de pelaje negro, un macho cabrío, con la boca llena de colmillos. Se asesinaba a un niño recién nacido, ahogándolo en sangre de tigre. Esa miel la destilaban de los hibiscos de fuego los colibríes negros, colibríes que tatuaban, grabados, la daga del asesino. El asesino que vivía en las alas de una mariposa. ¿Qué pescuezo de cisne, toro, o gallo no cortó aquel cuchillo?, describió espantosas oraciones a Satanás con la veracidad del algebra de los números complejos. Polinomios sangrantes ejecutó con la perfección de los compositores de clavicordio, tiñó la nieve de margaritas rojas y se clavó en corazones calientes en los que había colibríes de oro, y robó de vasos de alabastro rosa hielo picado suficiente para todas las coctelerías del mundo. Magnífico cuchillo, mellado pero certero, roto pero afilado, como un diente o uña de tigre en celo. Lo llevaba el asesino en sus paseos orientales, cuando a la caída de la tarde, sobre una gota de ámbar puro, sobre un damasquinado de yeso verde, paseaba. Con él sajó los ojos del cardenal Santorno, emboscado en la alacena de palacio, cuando fue a probar los pastelitos de miel e higos. Le habían pedido los ojos del sacerdote como prueba del arzobispidio. Cuando extrajo los ojos aún vivía el sacerdote, su garganta, cortada como un clavel púrpura aún manaba sangre caliente, sangre que manchaba su uniforme de príncipe, con caléndulas rojas en un rojo vestido estremecido. Aquello lo contempló una libélula azul y verde, silenciosa como una calle de noche, que voló de una orquidea naranja a una margarita rosa. También lo presenció un coleóptero dorado, que se empeñaba en horadar un trozo de madera con sus grandes mandíbulas de hueso. Y un cuadro de Caravaggio, La Muerte de Verónica, también contempló el cardenicidio, y la extracción sanguinolenta de los ojos, que fueron guardados en un vaso de aceite perfumado. Cuatrocientas onzas de oro fuera el pago, lo avalara un judío de Toledo y un moro de Granada. El asesino vivía en el ala de una mariposa, y disfrutaba del oro y del ámbar, de la estela y el perfume de la algalia, de los dorados y el relumbre de las tardes verdes del verano, y de los otoños violetas. De las primaveras iracundas cargadas de vencejos. Vivía en una estela del mar de la China , en una playa remota rodeada de dragones de fuego, en cada dragón veinte panteras y en cada pantera veinte dragones, uña por uña y colmillo por colmillo. La mariposa iba de orquídea en orquídea y de jacinto en jacinto. Era un palacio de oro y crisoberilos, era un palacio de lilas húmedas, regadas con sangre de plata. Y de noche la sangre en el cuchillo era negra como la tinta china. El asesino era un vampiro con los ojos marrones, como de miel de eucalipto, bebía anís a las once y té a las siete y media, y guardaba cuatrocientas doblas de oro en un cofre de mármol, que cerraba con una llave de plata en la que había un cisne. Tenía un cuchillo árabe de filo roto, y una cruz de carey al cuello. Una cruz egipcia regalo de algún muerto, amuleto que le protegía de la justicia sagrada. Y vivía en una mariposa de alas de diamantes, envuelto en un aroma a rosas asesinadas.
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Francisco Antonio Ruiz Caballero.
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La Apoteosis de Segourney Weber.
Los muchachos avanzan con sus formidables lanzallamas. Son hermosos muchachos como ramas de sauce, en su delgada presencia la esbeltez de los mirtos se comba y se retuerce como largas serpientes. En sus ojos oscuros hay ponientes de lilas, y es su fortaleza endeble como los lirios, y en sus labios granates de difíciles jacintos, hay un toque maligno de pecado y lascivia. Llevan en las manos los lanzallamas como pequeños reyes Arturos soberbios Excalibures, y son tigres de Bengala, gallos vietnamitas, tiburones del Índico, o arcángeles de nieve.
Los monstruos están encerrados en formol transparente. Como engendros de nausea, rencor, y pesadilla. Los hay que tienen ojos inyectados de sangre. Los hay que son sólo un ojo o una boca dentuda, los hay que son arañas con orejas de gato, los hay que son serpientes con patas de coleóptero, otros tienen esfínteres en la boca sin dientes, otros tienen diez brazos, siete penes, dos alas, uno tiene en la cabeza una orquídea, y otro tiene en la lengua la pezuña de un toro. Siete engendros cabalgan a lomos de una pulga, siete pares de ovarios caben en un colmillo, otro tiene tres lenguas y catorce narices, y otro tiene dos cuellos retorcidos en uno. Los muchachos son bellos como rosas sangrantes. Suena un golpe de piano y un respirar de armónicas, y las orquídeas tienen las corolas torcidas y hay sedientas gardenias rosas como la aurora.
Los muchachos avanzan y en el instante preciso hacen arder sus soberbios lanzallamas. Y un furibundo espejo refleja siete escualos, y una rosa perfuma el aire gota a gota.
Rugen los lanzallamas sobre los monstruos amarillos. Se quema el escorpión y el híbrido de cangrejo. El calamar con dientes se quema en una antorcha, y el león de tres ojos muerde sierpes de fuego. Los cuarenta demonios pierden los tres anillos, una rosa de pelos se descoyunta en un cirio, la serpiente bicéfala pierde su rostro amable, y el dragón de mil uñas pierde su voz de arena.
Rugen los lanzallamas y los monstruos perecen. Perece el cuervo rubio y el elefante perro, perece el gallo mosca y los mosquitos murciélagos, y el monstruo de cinco ojos pierde su cabellera.
Rugen los lanzallamas bajo acordes de lilas y los recintos de formol y acrilamida, y la sirena tuerta arde como una tea, y los chavales son bellos como atlantes de azúcar.
Pasan los chavales quemando abominaciones, hermosos y lascivos como fuentes perfumadas.
.................................................................................. Francisco Antonio Ruiz Caballero.
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