Ella era cual la azucena la mañanaen que se abre; la mañana le pertenecíay la conciencia de su belleza la embriagabade sí con un encanto sin embargo insoslayableque hacía de ella la perfecta, única, lamentabletrampa para un huérfano de madre.Vestía aún falda escolar y sabía haceresperar por una palabra y jugaba todo eltiempo con las acepciones para mantenerla página en suspenso.El perfume que la envolvía era como unatributo inherente a sus demás cualidadesy creía ser la única que poseía una mañana.Reía discretamente y nunca volteaba,su rigidez arrancaba chispas a los sueñosadolescentes.Yo aparecí por el otro lado de la callecon una bella bandera hecha de naipes blancos,bajo mi frente tenía dos ojos pulcros de hombreimpetuoso y la boca llena de palabras invencibles.Vi como se divertía revolviendo la nuca de un pezcon tal técnica que este quedaba satisfecho.Y cada día fue entrando a mis ojos hasta que al fintocó la base de mi corazón como una gotade dulce veneno.Entonces se convirtió en la mujer más bellade la tierra y estrechando mi panoramahacia su boca de disimulofue envolviéndome sus metros a la garganta,tan audaz que después de muerto me enteréque me hubo ahorcado y aún después queestaba muerto.Toda una mujer, como lo es cada una;yo esperaba que fuera mi madre comolo había prometido, inhalaba sombrasentre mis cuadernosy escribía poemas desordenados bajo la luna.Caminábamos diariamente de vuelta a nuestrascasas, ya era de tarde y también en su cieloun gran péndulo oscurecía al sol.La campanilla replegaba los dedos ante la frutadesistiendo como al fin la marea se sosiega.Me ensordecí a los pormenores acaecidos,cruzando a empujones aquel tiempoturbulento, luego del cual la vida retomósu opacidad habitual.Las gaviotas graznaban en el puerto y en laciudad entre sus casitas habitadas por gente curiosayo esperaba la próxima estación.Alguna vez, entre ese tiempo, nos encontramosen la playa antes de la puesta del sol,caminamos hasta la orilla, nuestras huellasse confundían con las demás huellas.Ya era de noche.