Prosas poéticas :  Adolf Hitler, la Pantera, y el Cochino.
Adolf Hitler, la Pantera, y el Cochino.


Adolf Hitler estaba aburrido aquel día. En su videoteca, tristes, descansaban dos mil películas de todas las clases pero Adolf Hitler no quería visitarlas una vez más como alguien que se aburriera de una puta a la que visitara asiduamente. Necesitaba pues, Hitler, una distracción especial. Fijó sus ojos de sátrapa absoluto en la estatuilla de un sátiro de descomunal pene, luego los posó en su colección de cruces de carey y oro, en los papiros egipcios y en los viejos pergaminos medievales que hablaban de las leyendas del rey Arturo, cogió un viejo libro de aforismos y citas célebres y lo dejó caer sobre la mesa de cristal hastiado. Finalmente se decidió por salir a la pequeña plaza de toros contigua al palacio donde residía en la que una hambrienta pantera se agitaba de aquí para allá dando vueltas al coso. Desde la presidencia de la plaza Adolf Hitler, soberbio, contemplaba a la pantera, soberbia, como un sol que sale en el amanecer contempla el mundo con ojos de rayos de fuego. La mancha negra rabiosa de la pantera era una espeluznante promesa de ferocidad y el tirano se sintió reconfortado en su corazón de antracita y gasoleo. Estaba la mañana absolutamente calurosa y la pantera chorreaba un sudor perlado de vidrio agónico y rocío salvaje. Daba vueltas la pantera y en su interior de animal enloquecido se agitaba el hambre dando zarpazos a su estómago de felino apresado. Adolf Hitler sonreía macabro y satisfecho viendo al animal rabiar de hambre, negro como una exhalación de breas licuadas y noches sin luna. En lo alto de su pedestal el genocida, soberbio, se recreaba en la malignidad del animal que se contoneaba curva tras curva con sus músculos de ébano. A una señal del tirano abrieron la puerta de toriles y salió por ella un enorme cerdo negro ibérico, todo él lleno de grasa y carne, jamonudo y perfecto en sus andares de cochino español. Nada más salir el puerco español a la plaza el marrano sintió la presencia de la amenazadora ferocidad y quiso volver sobre sus pasos pavorecido, pero la puerta se había cerrado sobre su espalda y no había un paraíso porcuno en el que refugiarse, la suerte estaba echada, y el animal, preso de un terror paroxísmico, se alejó de la negra presencia como el aceite se aleja del agua. Pero la pantera lo vió allí, negro y rechoncho, hermoso y suculento en sus andares de cochino, como una promesa de manjares deliciosos para su paladar de gato hambriento. La cara de Adolf Hitler era en ese momento una máscara de porcelana veneciana y una mueca grotesca de satisfacción y felicidad, estaba el misérrimo poeta extasiado ante la contemplación de tanta belleza. El sol daba al cochino y a la pantera un toque de luminosidad lúgubre, luminosidad negra, brillante como un espejo, casi refulgente, irisada diríase, espectral, fantástica. Cerdo y pantera, pantera y cerdo, eran dos fantásticos rubíes negros en medio de un trigal dorado. Adolf Hitler sonreía y disfrutaba de la confrontación. La pantera atacó inmediatamente al cerdo, que empezó a gritar chillidos de dolor y de pánico mientras le desgarraban los muslos y le mordían el cuello. Como una serpiente que rodeara un cocodrilo la pantera se agarró a su víctima con un amor demencial, con un deseo de ser al mismo tiempo cerdo y asesino de cerdos, y la sangre, como un manantial de carmines corruptos, surgió de las heridas regando el albero, amarillo y naranja, en una explosión de color digna de la partitura de un Bethoven esquizofrénico. Qué hermosura los rojos sobre los dorados sobre los negros. Brillantes como extrañas flores, asfodelos criminales de un azur amarillo transido por un sol que derramaba su luz a chorros de oro sobre las bestias, que se engullían y se sajaban los ojos vivos a chillidos de dolor y muerte espantosos y frenéticos. Acababa de morir el cerdo y era la lepra sobre la carne, roja, el marrano español condecorado por la soberbia y gatuna apariencia una entelequia, un asfodelo negro bajo dorados arreboles sangrantes. Los lirios de los infiernos, los asfodelos criminales habían regado el albero, dorado y naranja, y lo habían perfumado con su negra morbilidad. La pantera devoraba al cerdo y Hitler, extasiado, casi siente un orgasmo de placer. Durante una hora el tirano observó a la pantera engullir los rojos intestinos del negro cochino, sus muslos, sus orejas, sus hocicos, hasta que nada más que quedaron restos sin vida. Satisfecho por fín se retiró a sus aposentos a tocar el piano.

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Francisco Antonio Ruiz Caballero.
Poeta

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