Prosas poéticas :  La Matanza de los Gallos. Belleza y Sangre. y Zombies matando Gallos.
La Matanza de los Gallos.



Equilibrio y crimen, cáncer y corola, luz azul y feldespato, rayo negro. Para complacer a un simio un ángel, para complacer a un ángel una hormiga, ojo rojo, cresta de gallo.

Estaban los muchachos desnudos y fríos, como estatuas de nieve perfumada. Exhalaban los nardos y jazmines su aroma de serpientes de oro y en las caderas de alabastro crecían los corales blancos como terrones de azúcar brillante. Luna que resbala en los torsos de paloma, y cuellos finos con su nuez pronunciada en un escorzo de cisne. A los pies de los muchachos estaban los gallos asustados, había un rumor de saxofones rojos, de tubas de carmín y de trompas de granate que describían elipses sobre un temblor de cuerdas de argénteas arpas, caracoleaban escorpiones verdes sobre las cuerdas de los pianos, oscuras sombras de rubíes brillaban en las crestas de vino derramado y en los cálices de oro un licor azul hervía. Mostraban las plumas negras y rojas un santo pavor amarillo, un santo pánico negro a los pies de los arcángeles desnudos. Había en los brazos la fortaleza del tigre y eran los cisnes, delgados como alambres, negros cactus abiertos en la sombra luminosa y de oro. Las cinturas eran finas, eran rectas las piernas, eran los falos sublimes y eran hermosas las frentes de los íncubos aromados. Si uno mostraba un tatuaje en el pecho, en los ojos de otro el verde era un relámpago de crisoberilos, y lirios y lilas se mezclaban con orquídeas naranjas y el arcángel mulato era un toro donde dejarse una víbora olvidada. Tenían los ojos de los muchachos hermosos paraísos de crisantemos y torres de oro en las que se profanaban bustos sagrados. Cientos de gallos temblaban a los pies de los chavales desnudos y cien mil libélulas de oro había en una clepsidra de ámbar derretido. Oh denso perfume de madreselvas rosas, esmeraldas corruptas en arcoiris de pavor y esfuerzo. Y en los ojos de los gallos la muerte era una hormiga de azufre.

Comenzó la matanza. Es decir que comenzaron los cisnes su salvaje vuelo paroxísmico. Los muchachos agarraban a los gallos con una crueldad demoníaca, el movimiento era una bailarina con espasmos, volteaban a las salvajes gallinas y arrancaban los cuellos de los plúmeos troncos. Oh los chorros de sangre y la violencia inusitada y la bella musculatura de los arcángeles. Diapasones negros temblaban y brillaban y la sanguinolenta brea teñía el níveo alabastro. Una y otra vez los chavales, hermosos y crueles, salvajes como cardos violetas, arrancaban la cabeza crestada de los débiles gallos, que se agitaban muertos como espantosos zombies plúmeos. Todo se teñía de un perfecto rojo lascivo. Los muchachos eran cisnes. Los muchachos eran gallos. Gallos que arrancaban la cabeza a los gallos. Las febriles arpas y marimbas arrancaban las notas de las tubas de cuajo y el espanto era un rubí líquido, fundido, que teñía las negras plumas. Había gotas de lascivo sudor y se movían los ángeles sobre una mar de gallos y cabezas arrancadas y la sangre llegaba a la frente y el paroxismo era un tigre de Bengala furioso apresado en una trampa de granates.

Las iguanas fulgentes estaban sobre las verdes algas. Y el mar cupo de golpe en una nota de clavicémbalo.

La luna daba a los cuerpos matices de nácar negro y la sangre violeta y negra lo teñía todo, los ángeles proseguían su matanza, temblaban las crestas y los arcángeles-gallos arrancaban las cabezas de cuajo. Negras orquídeas se deslizaban sobre malignos pentagramas turquesas, se columpiaban los hermosos gorilas sobre los alambres y caían miles de hormigas violetas sobre jarrones llenos de topacio fundido, cortaban los violines los matices azules de las lilas, aullaban mil perros en las bocas de los dragones deformes, crepitaban las llamas en las hogueras y diez mil trompetas de oro sonaban bajo una esfera de cuchillos. Las iguanas tornasoladas brillaban bellísimas y eran los verdes fúlgidos como esmeraldas y la sangre de los gallos coagulaba brutalmente espesa.

Se agitaban nerviosos los alados cuerpos sin cabeza.

Y acordeones de zafiro irisaban campanas de plata. Proseguían los cisneos gallos arrancando cabezas de gallo hasta que un sublime muchacho se detuvo cansado.

Y entonces diez mil colibríes de oro sufrieron por una gota de almíbar.

Un águila bicéfala hay en la bandera de Albania.

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Francisco Antonio Ruiz Caballero


Belleza y Sangre. (cuatro muchachos en Córdoba matando gallos).



Macizas rocallas de pelargonios fucsias. Violetas rabiosos ígneos de ponientes crisoberílicos. Hibiscos naranjas en los que el polen se desprende como si fuera polvo de oro, petunias rojas como sanguinolentos y lascivos labios. Granates, bermellones, índigos y azules, un arabesco de centellas, un repetir de notas iridiscentes de piano, un frenesí de espirales de acordeones de plata, un toque de trompeta áurea, un marasmo de notas de color rosa y celeste. Damasquinados de lilas y turquesas, añiles brutales y fucsias violentos, limpísimos, una colección de tornasoladas aguamarinas. Y cuatro muchachos desnudos.

Cuatro chavales altos y delgados, de pelo trigueño, de ojos azules o verdes, de labios rosas, exquisitos como nenúfares implorantes, con un leve toque de maligno salvajismo, con tetillas pequeñas y rosas en pechos de nácar impoluto, a la luz de un sol dorado como un alfanje árabe, y cuatro gallos en sus manos, agitándose, violentos, en un frenesí soberbio de plumas escarlatas, transidamente aterrados por la belleza. Un resonar de diapasones de plata negra y un profundo trinar de grillos azules en la hojarasca, y una explosión de sangre y crueldad sublime, y cuatro chorros de fuentes plumeas y púrpuras. Y falos circuncisos. Y endeble musculatura perpetrando un sublime y pavoroso holocausto. Y el patio todo lleno de geranios furiosos, y los ojos verdes o azules de los íncubos brillando como puñales. Y una estridencia de rubíes y granates manando desde las plumeas gargantas arrancadas.

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Francisco Antonio Ruiz Caballero.


Zombies matando Gallos. II.



Brillaban las camisas blancas de los Zombies como trozos de luna eléctrica, fulgentes de nácar puro, níveas hasta el espanto, horrorizadas de un blancor absoluto. Los zombies en cambio eran oscuros y repugnantes como sacos de estiércol. Aquí el rostro demacrado y violáceo tenía una mueca de angustia y desagrado, allí faltaba un ojo en su cuenca y una cicatriz igual que un río cruzaba la mejilla llena de arañazos, aquí faltaban tres dientes en una boca que vomitaba brea, allí los dientes eran negros como trozos de carbón podrido, aquí un gusano salía de una mejilla rosa, allí el rostro de la muerte ponía su gorda y esmerilada faz de luna corrompida, aquí había hueso en vez de boca, allí la boca era una maraña de colmillos grotescos. Sonaban áureas arpas de angustia demolida, con rencor en cada cuerda de vidrio ferocísimo, un dedo descarnado rozaba con su uña rota un berilo de verde refulgente, otro dedo tocaba un rojo vivísimo, de caballo descoyuntado y muerto, y aún otro más acariciaba la uña de un gato sin poder remediar la iridiscente y espantosa arañadura, sonaban áureas arpas de oro venenoso, agridulce de miseria y trémolos negros. Pero brillaban las camisas con un fulgor tan perfecto y nacarino que cuando la brea cayó sobre ellas la antítesis de un rayo en una noche de tormenta tiñó los colibríes tricéfalos. Repugnante era la esfera de mercurio en la que se paseaban esos siniestros arcángeles, y los murciélagos violetas vampirizaban perros amarillos recién nacidos, gimoteantes de pena azulísima, y chirriaban las astillas de acero de las puertas como pellizcos de metal eclipsado. Se movían los zombies como en un ballet de naturaleza macabra, tales extraños orangutanes terroríficos, vestidos tan de blanco que la luna en ellos se arrojaba a las simas de antracita vidriosa. Pulcros azogues violentos manchaban las camisas de nieve perfecta, como resplandores negros sobre iridiscentes nácares. Se movían los zombies, nerviosos y convulsos, llenos de gusanos unos, de rostro violeta los otros, sin cara algunos, o con la cara devastada por una antigua sífilis necrófila, se movían como muñecos de porcelana criminal, como títeres pervertidos, como pequeñas estatuillas de maligno cobre, fulgentes de plateados nylons. Se movían los zombies y entraron en aquella granja donde esperaban colapsadas de pavor las gallinas y los pavos, y un resplandor de mierda negra cruzó sobre un río de nieve limpísima. Se agitaron entonces los diapasones de plata, que brillaron como diez mil demonios verdes, marcando una pulsión del Tanathos oscura como una mancha de tinta china en una perla rosa. Comenzó la matanza, los gallos y los pavos saltaban desesperados tratando de huir de los muertos vivientes, feos como zapatos rotos, y crueles como nopales de vidrio, las tubas y los saxofones gritaban sus melodías de chirrido y nenúfar, despeñándose por acantilados de piedras erizadas, llenos de aristas descuartizantes. Los pavos gritaban espantados en un cacareo de ónices amarillos, mezcla de cemento y gardenia, y los muertos vivientes los atrapaban y acto seguido arrancaban las cabezas de los cuellos y lamían la sangre que a borbotones surgía de las plúmeas fuentes. Holocausto caníbal. Sacrificio y estiércol, cáncer y crimen, veneno y cuchillo, tiza negra. Arpegiaban los cuchillos una melodía de brea sanguinolenta, al pavor de las aves se sumaba la fealdad inconclusa de sus verdugos, estériles y yermos como tiranos asesinos, y el horror pasaba sobre ascuas de fuego negro, sobre ascuas de fuego rojo, sobre ascuas de fuego verde, y sobre densos pozos de estricnina criminal. Saltaban los gallos espantados por la violencia de los cadáveres vivos, que les arrancaban las cabezas con un deleite rayano en la locura, unos bebían la sangre con las bocas llenas de larvas de moscas, y otros aplastaban las cabezas arrancadas, caídas en el suelo, donde los cuerpos sin cabeza se agitaban como escolopendras marrones. La Luna en todo lo alto del cielo era como un caballo de nieve que caía como una concha marina sobre la horrorosa y descoyuntada escena. Una entelequia de náusea y lilas. Trompetas.

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Francisco Antonio Ruiz Caballero.
Poeta

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