Prosas poéticas :  La Melodía Envidiosa.
La Melodía Envidiosa.


Había una melodía fría como la muerte llena de colibríes azules, que iba de un hibisco a otro dando vueltas de torbellino sobre si misma, y había una melodía de gusanos rojos, fracturada por una astilla de barro, que se desprendía de una estalactita de cal amarilla. Las dos melodías se encontraron en una calle sin nombre, en la que varios perros ladraban amenazadores, cada uno de un color distinto, desde el amarillo pálido hasta el verde malaquita, pasando por el negro feroz, brutal en su descripción de la esfinge, odioso cancerbero de un infierno de estrellas oscuras. La calle olía a alcanfor y madreselva, apestaba a carne podrida y a chacina, y a humo de gasolina, y no tenía ni una sola ventana con geranios, pero desde las azoteas colgaban los muertos recién eyaculados y desnudos ahorcados por sogas de seda verde, y sobre ellos niños feísimos y malvados se asomaban con grandes sonrisas de melocotón podrido. Las dos melodías se encontraron, una de ellas llevaba un vestido verde de flores exquisitas, mandrágoras, madreselvas, geranios, lirios, la otra melodía iba desnuda y enseñaba su cuerpo grotesco, gordo y lleno de pústulas rojas a punto de reventar, contrahecho y deforme, clavado con alfileres de platino irisado, muy verdes y muy dolorosos, que perforaban el cuerpo haciendo saltar la sangre de un color rubí profundo en pequeñísimas gotas carmesíes. Las dos melodías se vieron, con una mirada de cuervo y cizalla, con una mirada bizca, estrábica o miope, profundamente necia y envidiosa, y al mismo tiempo el reloj de la Iglesia marcó las doce y media con celo de precisión caótica, y un vencejo cruzó el cielo sobre los cadáveres comiéndose una mosca negra y horrorosa, monstruosa en toda su insectívora presencia, y cargada de bacterias mortales, y girando sobre si mismo el vencejo dió la media vuelta por detrás del campanario mientras gritaba espeluznado de tanta vileza, y acto seguido otra horrible mosca entró en su boca insaciable, llena de esporas de hongos. Los perros, como posesos de fiebre o rabia, sudorosos de aceite negro, empezaron a morder a los dos melodías, que se miraban con un odio próximo a la demencia, destilando en sus miradas lágrimas de ácibar rojo, y en un total paroxismo las bestezuelas arrancaron las tripas a las dos melodías, que se transformaron en unicornios deformes. Los perros desaparecieron al comer las tripas envueltos en un fuego negro rojo y amarillo lleno de culebras y víboras, exquisitamente feas, pues tenían los ojos cegados por cicatrices. Y los dos unicornios se pusieron a pelear hiriéndose en el cuerpo con saña, mientras un resto de tripas de melodías ardía sobre el suelo con olor pestilente. Uno de los dos unicornios era deforme y tenía dos narices, de las que brotaban gusanos de color azul, y era amarillo y turquesa, tenía en la frente un cuerno curvado hacia arriba, y daba cornadas al otro unicornio en el cuello. El reflejo especular del primer unicornio, el segundo caballo, era tan feo que no tenía labios, y sus dientes eran cuchillas de afeitar, y con su cuerno, torcido en espiral, lanceaba a su contrario en las tripas. Pronto los dos jamelgos cayeron muertos, vomitando sangre, y sobre sus cuerpos las horribles moscas se posaron, en un enjambre oscuro y macilento, y los niños sobre las azoteas cortaron con cuchillos las sogas de los cadáveres cayendo los ahorcados sobre su propio semen y sobre las dos melodías tumefactas. Una gran carcajada de odio y alegría salió de la boca de un leproso tullido, que era además bellísimo, en una inexplicable contradicción aparente, y una de las dos melodías se puso enferma de dolor y rabia, a pesar de que estaba muerta y llena de moscas. Al leproso tullido le acompañaban otros dos ángeles, tan leprosos y tullidos como el primero, igualmente bellísimos, y también se sonrieron con alegría y mala leche, mientras se soltaban grandes y sonoros pedos. Y al ver a la macilenta armonía podrida rabiar de ira empezaron a golpearla y a patearla sobre el suelo hasta que a la deforme melodía le rompieron la cabeza. Y fue aquello como un sonar de grillos monstruosos. Después, satisfechos de su hazaña los tres arcángeles y tullidos leprosos, bellísimos los tres como lirios salvajes, se fueron de aquella calle dejando sus huellas ensangrentadas sobre el asfalto. Las dos melodías estaban sobre el suelo, junto con los cadáveres de los ahorcados, las moscas y los gusanos, y los niños miraban desde arriba y soltaban globos llenos de agua que caían y se reventaban al caer. En fín, qué tremendo esfuerzo hizo el músico para agradar al emperador de la China.

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Francisco Antonio Ruiz Caballero.
Poeta

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