Poemas : Canto primero: la noche |
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I
Habiéndome robado el albedrío un amor tan infausto como mío, ya recobrados la quietud y el seso, volvía de Paris en tren expreso; y cuando estaba ajeno de cuidado, como un pobre viajero fatigado, para pasar bien cómodo la noche muellemente acostado, al arrancar el tren subió a mi coche, seguida de una anciana, una joven hermosa, alta, rubia, delgada y muy graciosa, digna de ser morena y sevillana. II Luego, a una voz de mando por algún héroe de las artes dada, empezó el tren a trepidar, andando con un trajín de fiera encadenada. Al dejar la estación, lanzó un gemido la máquina, que libre se veía, y corriendo al principio solapada cual la sierpe que sale de su nido, ya al claro resplandor de las estrellas, por los campos, rugiendo, parecía un león con melena de centellas. III Cuando miraba atento aquel tren que corría como el viento, con sonrisa impregnada de amargura me preguntó la joven con dulzura: «¿Sois español?». Y su armonioso acento, tan armonioso y puro, que aun ahora el recordarlo sólo me embelesa, «Soy español» la dije; «¿y vos, señora?». «Yo», dijo, «soy francesa.» «Podéis», la repliqué con arrogancia, «la hermosura alabar de vuestro suelo, pues creo, como hay Dios, que es vuestra Francia un país tan hermoso como el cielo.» «Verdad que es el país de mis amores, el país del ingenio y de la guerra; pero en cambio», me dijo, «es vuestra tierra la patria del honor y de las flores: no os podéis figurar cuánto me extraña que, al ver sus resplandores, el sol de vuestra España no tenga, como el de Asia, adoradores.» Y después de halagarnos obsequiosos del patrio amor el puro sentimiento, entrambos nos quedamos silenciosos como heridos de un mismo pensamiento. IV Caminar entre sombras es lo mismo que dar vueltas por sendas mal seguras en el fondo sin fondo de un abismo. Juntando a la verdad mil conjeturas, veía allá a lo lejos, desde el coche, agitarse sin fin cosas oscuras, y en torno, cien especies de negruras tomadas de cien partes de la noche. ¡Calor de fragua a un lado, al otro frío!... ¡Lamentos de la máquina espantosos que agregan el terror y el desvarío a todos estos limbos misteriosos!... ¡Las rocas, que parecen esqueletos!... ¡Las nubes con extrañas abrasadas!... ¡Luces tristes! ¡Tinieblas alumbradas!... ¡El horror que hace grandes los objetos!... ¡Claridad espectral de la neblina! ¡Juegos de llama y humo indescriptibles!... ¡Unos grupos de bruma blanquecina esparcidos por dedos invisibles! ¡Masas informes..., límites inciertos!... ¡Montes que se hunden! ¡Árboles que crecen!... ¡Horizontes lejanos que parecen vagas costas del reino de los muertos ¡Sombra, humareda, confusión y nieblas!... ¡Acá lo turbio..., allá lo indiscernible..., y entre el humo del tren y las tinieblas, aquí una cosa negra, allí otra horrible! V ¡Cosa rara! Entretanto, al lado de mujer tan seductora no podía dormir, siendo yo un santo que duerme, cuando no ama, a cualquier hora. Mil veces intenté quedar dormido, mas fue inútil empeño: admiraba a la joven, y es sabido que a mí la admiración me quita el sueño. Yo estaba inquieto, y ella, sin echar sobre mí mirada alguna, abrió la ventanilla de su lado y, como un ser prendado de la luna, miró al cielo azulado; preguntó, por hablar, qué hora sería, y al ver correr cada fugaz estrella, «Ved un alma que pasa», me decía. VI «¿Vais muy lejos?», con voz ya conmovida le pregunté a mi joven compañera. «Muy lejos», contestó; «¡voy decidida a morir a un lugar de la frontera!» Y se quedó pensando en lo futuro, su mirada en el aire distraída cual se mira en la noche un sitio oscuro donde fue una visión desvanecida. «¿No os habrás divertido», la repliqué galante, «la ciudad seductora en donde todo amante deja recuerdos y se trae olvido?» «¿Lo traéis vos?», me dijo con tristeza. «Todo en Paris lo hace olvidar, señora», le contesté, «la moda y la riqueza. Yo me vine a Paris desesperado, por no ver en Madrid a cierta ingrata.» «Pues yo vine», exclamó, «y hallé casado a un hombre ingrato a quién amé soltero.» «Tengo un rencor», le dije, «que me mata.» «Yo una pena», me dijo, «que me muero.» Y al recuerdo infeliz de aquel ingrato, siendo su mente espejo de mi mente, quedándose en silencio un grande rato pasó una larga historia por su frente. VII Como el tren no corría, que volaba, era tan vivo el viento, era tan frío, que el aire parecía que cortaba: así el lector no extrañará que, tierno, cuidase de su bien más que del mío, pues hacía un gran frío, tan gran frío, que echó al lobo del bosque aquel invierno. Y cuando ella, doliente, con el cuerpo aterido, «Tengo frío», me dijo dulcemente con voz que, más que voz, era un balido, me acerqué a contemplar su hermosa frente, y os juro, por el cielo, que, a aquel reflejo de la luz escaso, la joven parecía hecha de raso, de nácar, de jazmín y terciopelo; y creyendo invadidos por el hielo aquellos pies tan lindos, desdoblando mi manta zamorana, que tenía más borlas, verde y grana que todos los cerezos y los guindos que en Zamora se crían, cual si fuese una madre cuidadosa, con la cabeza ya vertiginosa, la tapé aquellos pies, que bien podrían ocultarse en el cáliz de la rosa. VIII ¡De la sombra y el fuego al claroscuro brotaban perspectivas espantosas, y me hacía el efecto de un conjuro al reverberar en cada muro de las sombras las danzas misteriosas!... ¡La joven que acostada traslucía con su aspecto ideal, su aire sencillo, y que, más que mujer, me parecía un ángel de Rafael o de Murillo! ¡Sus manos por las venas serpenteadas que la fiebre abultaba y encendía, hermosas manos, que a tener cruzadas por la oración habitual tendía... ¡sus ojos, siempre abiertos, aunque a oscuras, mirando al mundo de las cosas puras! ¡su blanca faz de palidez cubierta! ¡Aquel cuerpo a que daban sus posturas la celestial fijeza de una muerta!... Las fajas tenebrosas del techo, que irradiaba tristemente aquella luz de cueva submarina; y esa continua sucesión de cosas que así en el corazón como en la mente acaban por formar una neblina!... ¡Del tren expreso la infernal balumba!... ¡La claridad de cueva que salía del techo de aquel coche, que tenía la forma de la tapa de una tumba!... ¡La visión triste y bella de sublime concierto de todo aquel horrible desconcierto, me hacía traslucir en torno de ella algo vivo rondando un algo muerto! IX De pronto, atronadora, entre un humo que surcan llamaradas, despide la feroz locomotora un torrente de notas aflautadas, para anunciar, al despertar la aurora, una estación que en feria convertía el vulgo con su eterna gritería, la cual, susurradora y esplendente, con las luces del gas brillaba enfrente; y al llegar, un gemido lanzando prolongado y lastimero, el tren en la estación entró seguido cual si entrase un reptil a su agujero. |
Poeta
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buen poema