Poemas : Canciones de los ángeles |
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No he soltado a mi ángel mucho tiempo,
y se me ha vuelto pobre entre los brazos, se hizo pequeño, y yo me hacía grande: de repente yo fui la compasión; y él, solamente. un ruego tembloroso. Le .di su cielo entonces: me dejó él lo cercano, de que él se marchaba; a cernerse aprendió. yo aprendí vida, y nos reconocimos . lentamente... Aunque mi ángel no tiene ya deber, por mi día más fuerte desplazado, baja a veces su rostro con nostalgia, como si no quisiera ya su cielo. Querría alzar de nuevo, de mis pobres días, sobre las cimas de los bosques rumorosos, mis pálidas plegarias basta la patria de los querubines. Allí llevó mi llanto originario y pensamientos; y mis diminutos dolores se volvieron allí bosques que susurran sobre él... Sí algún día, en las tierras de la vida, entre el ruido de feria y de mercado, la palidez olvido de mi infancia florecida, y olvido el primer ángel, su bondad, sus ropajes y sus manos en oración, su mano bendiciendo; conservaré en mis sueños más secretos siempre el plegarse de esas alas, que como un ciprés blanco quedaban detrás de él... Sus manos se quedaron como ciegos pájaros que, engañados por el sol, cuando, sobre las olas, los demás se fueron a perennes primaveras, han de afrontar los vientos invernales en los tilos vacíos, sin follaje. Había en sus mejillas la vergüenza de las novias, que el espanto del alma tapan con púrpuras oscuras ante el esposo. Y en los ojos había resplandor del primer día: pero sobre todo descollaban las alas portadoras... Había expectación en la llanura por un huésped que no acudió jamás: aún pregunta tal vez el jardín trémulo: su sonrisa después se vuelve inválida. Y por los barrizales aburridos se empobrece en la tarde la alameda, las manzanas se angustian en las ramas y les hacen sufrir todos los vientos. Es donde están las últimas cabañas y casas nuevas que, con pecho angosto, se asoman estrujadas, entre andamios miedosos, quieren saber dónde empieza el campo. Allí la primavera siempre es pálida, a medias, el verano es febril tras esas tablas: enferman los ciruelos y los niños, y tan sólo el otoño allí tiene algo de remoto y conciliador: a veces son sus tardes de suave derretirse: dormitan las ovejas, y el pastor con zamarra se apoya, oscuro, en la última farola. Alguna vez ocurre en la honda noche que se despierta el viento, como un niño, y pasa la alameda, solitario, quedo, quedo, llegando hasta la aldea. Y a tientas va marchando hasta el estanque y se para después a oír en torno: y las casas están pálidas todas y las encinas mudas... |
Poeta
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