Poemas : ENTRE LA PIEDRA Y LA FLOR |
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I
En el alba de callados venenos amanecemos serpientes. Amanecemos piedras, raíces obstinadas, sed descarnada, labios minerales. La luz en estas horas es acero, es el desierto labio del desprecio. Si yo toco mi cuerpo soy herido por rencorosas púas. Fiebre y jadeo de lentas horas áridas, miserables raíces atadas a las piedras. Bajo esta luz de llanto congelado el henequén, inmóvil y rabioso, en sus índices verdes hace visible lo que nos remueve, el callado furor que nos devora. En su cólera quieta, en su tenaz verdor ensimismado, la muerte en que crecemos se hace espada y lo que crece y vive y muere se hace lenta venganza de lo inmóvil. Cuando la luz extiende su dominio e inundan blancas olas a la tierra, blancas olas temblantes que nos ciegan, y el puño del calor nos niega labios, un fuego verde cerca al henequén, muralla viva que devora y quema al otro fuego que en el aire habita. Invisible cadena, mortal soplo que aniquila la sed de que renace. Nada sino la luz. No hay nada, nada sino la luz contra la luz rabiosa, donde la luz se rompe, se desangra en oleaje estéril, sin espuma. El agua suena. Sueña. El agua intocable en tu tumba de piedra, sin salida en su tumba de aire. El agua ahorcada, el agua subterránea, de húmeda lengua humilde, encarcelada. El agua secreta en su tumba de piedra sueña invisible en su tumba de agua. A las seis de la tarde alza la tierra un vaho blanquecino. Vuelan pájaros mudos, barro helado. Arrasen nubes crueles el cielo sin orillas. Pero en la noche el agua gime. Un cielo de metal oprime pecho y venas y tiembla en el ahogo el horizonte. El agua gime entre sus negros hierros. El hombre corre de la muerte al sueño. El henequén vigila cielo y tierra. Es la venganza de la tierra, la mano de los hombres contra el cielo. II ¿Qué tierra es ésta?, ¿qué extraña violencia alimenta en su cáscara pétrea? ¿qué fría obstinación, años de fuego frío, petrificada saliva persistente, acumulando lentamente un jugo, una fibra, una púa? Una región que existe antes que sobre el mundo alzara el aire su bandera de fuego y el agua sus cristales; una región de piedra nacida antes del nacimiento mismo de la muerte, una región, un párpado de fiebre, unos labios sin sueño que recorre sin término la sed, como el mar a las lajas en las costas desiertas. La tierra sólo da su flor funesta, su espada vegetal. Su crecimiento rige la vida de los hombres. Por sus fibras crueles corre una sed de arena trepando desde sótanos ciegos, duras capas de olvido donde el tiempo no existe. Furiosos años lentos, concentrados, como no derramada, oculta lágrima, brotando al fin sombríos en un verdor ensimismado, rasgando el aire, pulpa, ahogo, blanda carne invisible y asfixiada. Al cabo de veinticinco amargos años alza una flor sola, roja y quieta. Una vara sexual la levanta y queda entre los aires, isla inmóvil, petrificada espuma silenciosa. Oh esplendor vengativo, única llama de este infierno seco, ¿tanta fiebre acallada, surge en tu llama rígida, desnuda, para cantar, sólo, tu muerte? III ¡Si yo pudiera, en esta orilla que la sed ilumina, cantar al hombre que la habita y la puebla, cantar al hombre que su sed aniquila! Al hombre húmedo y persistente como lluvia, al hombre como un árbol hermoso y ultrajado que arranca su nacimiento al llanto, al hombre como un río entre las llamas, como un pájaro semejante a un relámpago. Al hombre entre sus fines y sus frutos. Los frutos de la tierra son los fines del hombre. Mezcla su sal henchida con las sales terrestres y esa sal es más tierna que la sal de los mares: le dio Adán, con su sangre, su orgulloso castigo. ¡Si pudiera cantar al hombre que vive bajo esta piel amarga! El nacimiento, el espanto nocturno, la vasta mano que puebla y despuebla la tierra. Entre el primer silencio y el postrero, entre la piedra y la flor, tú caminas. Te ciñe un pulso aéreo, un silencio flotante, como fuga de sangre, como humo, como agua que olvida. Llamas petrificadas te sostienen. Caminas entre espadas, casi invisible bajo el temblor del cielo liso, con un paso, un solo paso tierno, un leve paso de animal que huye. Tú caminas. Tú duermes. Tú fornicas. Tú danzas, bebes, sueñas. Sueñas en otros labios que prolonguen tu sueño. Alguien te sueña, solo. Tu nombre, polvo, piedra, en el polvo sediento precipita su ruina. Mas no es el ritmo oscuro del planeta, el renacer de cada día, el remorir de cada noche, lo que te mueve por la tierra. IV ¡Oh rueda del dinero, que ni te palpa ni te roza y te deshace cada día! Ángel de tierra y sueño, agua remota que se ignora, oh condenado, oh inocente, oh bestia pura entre las horas del dinero, entre esas horas que no son nuestras nunca, por esos pasadizos de tedio devorante donde el tiempo se para y se desangra. ¡El mágico dinero! Invisible y vacío, es la señal y el signo, la palabra y la sangre, el misterio y la cifra, la espada y el anillo. Es el agua y el polvo, la lluvia, el sol amargo, la nube que crea el mar solitario y el fuego que consume los aires. Es la noche y el día: la eternidad sola y adusta mordiéndose la cola. El hermoso dinero da el olvido, abre las puertas de la música, cierra las puertas al deseo. La muerte no es la muerte: es una sombra, un sueño que el dinero no sueña. ¡El mágico dinero! Sobre los huesos se levanta, sobre los huesos de los hombres se levanta. Pasas como una flor por este infierno estéril, hecho sólo del tiempo encadenado, carrera maquinal, rueda vacía que nos exprime y deshabita, y nos seca la sangre, y el lugar de las lágrimas nos mata. Porque el dinero es infinito y crea desiertos infinitos. V Dame, llama invisible, espada fría, tu persistente cólera, para acabar con todo, oh mundo seco, oh mundo desangrado, para acabar con todo. Arde, sombrío, arde sin llamas, apagado y ardiente, ceniza y piedra viva, desierto sin orillas. Arde en el vasto cielo, laja y nube, bajo la ciega luz que se desploma entre estériles peñas. Arde en la soledad que nos deshace, tierra de piedra ardiente, de raíces heladas y sedientas. Arde, furor oculto, ceniza que enloquece, arde invisible, arde como el mar impotente engendra nubes, olas como el rencor y espumas pétreas. Entre mis huesos delirantes, arde; arde dentro del aire hueco, horno invisible y puro; arde como arde el tiempo, como camina el tiempo entre la muerte, con sus mismas pisadas y su aliento; arde como la soledad que te devora, arde en ti mismo, ardor sin llama, soledad sin imagen, sed sin labios. Para acabar con todo, oh mundo seco, para acabar con todo. |
Poeta
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