Poemas : SERRANA |
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Serrana hermosa, que de nieve helada
fueras como en color en el efecto, si amor no hallara en tu rigor posada; del sol y de mi vista claro objeto, centro del alma, que a tu gloria aspira, y de mi verso altísimo sujeto; alba dichosa, en que mi noche espira, divino basilisco, lince hermoso, nube de amor, por quien sus rayos tira; salteadora gentil, monstruo amoroso, salamandra de nieve y no de fuego, para que viva con mayor reposo. Hoy, que a estos montes y a la muerte llego, donde vine sin ti, sin alma y vida, te escribo, de llorar cansado y ciego. Pero dirás que es pena merecida de quien pudo sufrir mirar tus ojos con lágrimas de amor en la partida. Advierte que eres alma en los despojos desta parte mortal, que a ser la mía, faltara en tantas lágrimas y enojos; que no viviera quien de ti partía, ni ausente ahora, a no esforzarle tanto las esperanzas de un alegría día. Aquella noche en su mayor espanto consideré la pena del perderte, la duda soledad creciendo el llanto, y llamando mil veces a la muerte, otras tantas miré que me quitaba la dulce gloria de volver a verte. A la ciudad famosa que dejaba, la cabeza volvía, que desde lejos sus muros con sus fuegos me enseñaba, y dándome en los ojos los reflejos, gran tiempo hacia la parte en que vivías los tuvo amor suspensos y perplejos. Y como imaginaba que tendrías de lágrimas los bellos ojos llenos, pensándolas juntar crecí las mías. Mas como los amigos, desde ajenos, reparasen en ver que me paraba en el mayor dolor, fue el llanto menos. Ya, pues, que el alma y la ciudad dejaba, y no se oía del famoso río el claro son que con sus muros lava, «Adiós, dije mil veces, dueño mío, hasta que a verme en tu ribera vuelva, de quien tan tiernamente me desvío». No suele el ruiseñor en verde selva llorar el nido de uno en otro ramo de florido arrayán y madreselva, con más doliente voz que yo te llamo, ausente de mis dulces pajarillos, por quien en llanto el corazón derramo, ni brama, si le quitan sus novillos, con más dolor la vaca, atravesando los campos de agostados amarillos; ni con arrullo más lloroso y blando la tórtola se queja, prenda mía, que yo me estoy de mi dolor quejando. Lucinda, sin tu dulce compañía, y sin las prendas de tu hermoso pecho, todo es llorar desde la noche al día, que con sólo pensar que está deshecho mi nido ausente, me atraviesa el alma, dando mil nudos a mi cuello estrecho; que con dolor de que le dejo en calma, y el fruto de mi amor goza otro dueño, parece que he sembrado ingrata palma». Llegué, Lucinda, al fin, sin verme el sueño, en tres veces que el sol me vio tan triste, a la aspereza de un lugar pequeño, a quien de murtas y peñascos viste Sierra Morena, que se pone en medio del dichoso lugar en que naciste. Allí me pareció que sin remedio llegaba el fin de mi mortal camino, habiendo apenas caminado el medio, y cuando ya mi pensamiento vino, dejando atrás la Sierra, a imaginarte, creció con el dolor el desatino; que con pensar que estás de la otra parte, me pareció que me quitó la Sierra la dulce gloria de poder mirarte. Bajé a los llanos de esta humilde tierra, adonde me prendiste y cautivaste, y yo fui esclavo de tu dulce guerra. No estaba el Tajo con el verde engaste de su florida margen cual solía, cuando con esos pies su orilla honraste; ni el agua clara a su pesar subía por las sonoras ruedas ni bajaba, y en pedazos de plata se rompía; ni Filomena su dolor cantaba, ni se enlazaba parra con espino, ni yedra por los árboles trepaba; ni pastor extranjero ni vecino se coronaba del laurel ingrato, que algunos tienen por laurel divino. Era su valle imagen y retrato del lugar que la corte desampara, del alma de su espléndido aparato. Yo, como aquel que a contemplar se para rüinas tristes de pasadas glorias, en agua de dolor bañé mi cara. De tropel acudieron las memorias, los asientos, los gustos, los favores, que a veces los lugares son historias, y en más de dos que yo te dije amores, parece que escuchaba tus respuestas, y que estaban allí las mismas flores. Mas como en desventuras manifiestas suele ser tan costoso el desengaño y sus veloces alas son tan prestas, vencido de la fuerza de mi daño, caí desde mí mismo medio muerto y conmigo también mi dulce engaño. Teniendo, pues, mi duro fin por cierto, las ninfas de las aguas, los pastores del soto y los vaqueros del desierto, cubriéndome de yerbas y de flores, me lloraban, diciendo: «Aquí fenece el hombre que mejor trató de amores, y puesto que Lucinda le merece, que su vida consista en su presencia, él también con su muerte la engrandece». Entonces yo, que haciendo resistencia estaba con tu luz al dolor mío, abrí los ojos, que cerró tu ausencia. Luego desamparando el valle frío las ninfas bellas con sus rubias frentes rompieron el cristal del manso río, y en círculos de vidrio transparentes las divididas aguas resonaron, y en las peñas los ecos diferentes. Los pastores también desampararon el muerto vivo, y en la tibia arena por sombra de quien era me dejaron. Yo solo, acompañado de mi pena, volviste al alma, del dolor quejoso, que de pensar en ti la tuvo ajena. Así ha llegado aquel pastor dichoso, Lucinda, que llamaban dueño tuyo, del Betis rico al Tajo caudaloso: éste que miras es retraso suyo, que así el esclavo que llorando pierdes a tus divinos ojos restituyo. O ya me olvides o de mí te acuerdes, si te olvidares mientras tengo vida, marchite amor mis esperanzas verdes. Cosa que al cielo por mi bien le pida jamás me cumpla, si otra cosa fuere de aquestos ojos, donde estás, querida. En tanto que mi espíritu rigiere el cuerpo que tus brazos estimaron, nadie los míos ocupar espere; la memoria que en ellos me dejaron es alcalde de aquella fortaleza que tus hermosos ojos conquistaron. Tú conoces, Lucinda, mi firmeza, y que es de acero el pensamiento mío con las pastoras de mayor belleza. Ya sabes el rigor de mi desvío con Flora, que te tuvo tan celosa, a cuyo fuego respondí tan frío; pues bien conoces tú que es Flora hermosa, y que con serlo, sin remedio vive, envidiosa de ti, de mí quejosa. Bien sabes que habla bien, que bien escribe y que me solicita y me regala, por más desprecios que de mí recibe. Mas yo, que de tu pie, donaire y gala estimo más la cinta que desecha que todo el oro con que a Creso iguala, sólo estimo tenerte sin sospecha, que no ha nacido ahora quien desate de tanto amor lazada tan estrecha. Cuando de yerbas de Tesalia trate, y discurriendo el monte de la luna los espíritus ínfimos maltrate, no hay fuerza en yerba ni en palabra alguna contra mi voluntad, que hizo el cielo libre en adversa y próspera fortuna. Tú sola mereciste mi desvelo, y yo también después de larga historia con mi fuego de amor vencer tu hielo. Viva con esto alegre tu memoria, que como amar con celos es infierno, amar sin ellos es descanso y gloria, que yo, sin atender a mi gobierno, no he de apartarme de adorarte ausente, si de ti lo estuviese un siglo eterno. El sol mil veces discurriendo cuente del cielo los dorados paralelos, y de su blanca hermana el rostro aumente, que los diamantes de sus puros velos, que viven fijos en su octava esfera, no han de igualarme aunque me maten celos. No habrá cosa jamás en la ribera en que no te contemplen estos ojos, mientras ausente de los tuyos muera; en el jazmín tus cándidos despojos; en la rosa encarnada tus mejillas, tu bella boca en los claveles rojos; tu olor en las retamas amarillas, y en maravillas que mis cabras pacen contemplaré también tus maravillas. Y cuando aquellos arroyuelos que hacen templados, a mis quejas consonancia desde la sierra, donde juntos nacen, dejando el sol la furia y arrogancia de dos tan encendidos animales, volviere el año a su primera estancia, a pesar de sus fuentes naturales, del yelo arrebatadas sus corrientes, cuelguen por estas peñas sus cristales, contemplaré tus concertados dientes, y a veces en carámbanos mayores los dedos de tus manos transparentes. Tu voz me acordarán los ruiseñores, y de estas yedras y olmos los abrazos nuestros hermafrodíticos amores. Aquestos nidos de diversos lazos, donde ahora se besan dos palomas, por ver mis prendas burlarán mis brazos, Tú, si mejor tus pensamientos domas, en tanto que yo quedo sin sentido, dime el remedio de vivir que tomas, que aunque todas las aguas del olvido bebiese yo, por imposible tengo que me escapase de tu lazo asido, donde la vida a más dolor prevengo: ¡triste de aquel que por estrellas ama, si no soy yo, porque a tus manos vengo! Donde si espero de mis versos fama, a ti lo debo, que tú sola puedes dar a mi frente de laurel la rama, donde muriendo vencedora quedes. |
Poeta
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