Cuentos :  Divina obsesión
Darío nunca supo la diferencia entre oír y escuchar, su pre adolescencia pasó inadvertida entre tantos cuerpos azonzados por las hormonas, nunca sintió pasión por nada – excepto la lectura-. Ni la música alborotaba su sistema nervioso y mucho menos se interesó nunca en algunas faldas cuyos rostros hermosísimos perfumaron sin duda, su mundo sin que él lo notara. Su personalidad tono sepia y sus constantes lecturas nunca se llevaron bien, por mucho que lo intentara, Darío no encontraba motivos para salir de sus libros, no encontraba mayor seguridad y satisfacción que la permanencia eterna entre las páginas amarillentas de cada uno de sus autores. Uno de esos tantos minutos en los que permanecía en un estado catatónico frente a sus libros, Darío se sintió enamorado; ilusionado. Sintió cada cosquilla y cada sombrío ataque de risa sin sentido, enmudeció mientras comparaba lo narrado por Flaubert con lo que en ese momento se revolcaba en su estómago. Desde ese tormentoso capítulo de Madame Bovary en el que Darío entendió de las palabras mágicas de su autor, que el amor casi nunca era suficiente; que el hastío (ennui) solía vencer incluso en una historia tan genial.
Él cumplió diecisiete años y con dicho número su actividad social fue mejorando, siendo detallado sigilosamente desde un exterior bien marcado por sus compañeros de clase, que veían en él, a un sujeto tan raro como nerd, tan obscuro como psicodélico. Su típico corte al rapaz desapareció en una selva de cabellos ensortijados, hondas maravillosas que bloqueaban en cierto modo su panorámica visión, sus ojos, tan azules como antes, mostraban un misterio jamás visto en el chico que en otrora, era un autista sin remedio (Diagnóstico nacido de entre las entrañas de su núcleo de compañeros), el cabello se le notaba más obscuro y sus pómulos cada vez más pegados al esqueleto. Se había alargado – o esa era la impresión que arrojaba a su grupo de amigos luego del regreso de vacaciones de verano – y ya no era el más bajo de la clase, su ropa lucia desganada y casi sucia, y su abdomen antes hinchado había disminuido bastante, muy posiblemente producto de aquel alargamiento de sus miembros. Había algo que permaneció como si se tratase de una manía inherente a su alma; el libro en la mano. Nunca – desde que era conocido- se le había visto en la escuela sin un libro, sea cual sea, cambiaba constantemente de título evadiendo las preguntas de las niñas atontadas por su misterio sobre las obras que modelaban a diario por su tacto. Algo había ocurrido en el pequeño mundo de Darío, ahora fumaba (intentando simular la presunta intelectualidad que Cortázar le daba al alquitrán), ahora apretaba entre sus labios cigarrillo entre cigarrillo buscando adentrarse en las características de Horacio Oliveira, e intentaba que sus vecinos de aula lo acompañaran a escuchar jazz mientras él fumaba y fumaba, dejándose llevar por la prosa poética de Cortázar, recreando aquellas magníficas y viciosas reuniones del Club de la serpiente, drogándose de a poco por las sublimes frases y más encantadoras metáforas de su Rayuela. Darío no era el mismo y sus amigos lo sabían, de a poco sus maneras fueron sufriendo cambios radicales, ahora padecía de un encanto tan increíble como su propia metamorfosis física, Darío era otro, ahora los rostros hermosos que tanto circulaban a sus alrededores sin divisarlo prescindían de cualquier conversación tonta para pararse frente a él y lanzar las mejores y más rebuscadas miradas donde aparentemente debía haber sensualidad. Su casi interminable encanto (según sus propias palabras), era una metáfora estética de la majestuosa obra de Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray, un encanto adolescente e interminable que solo sufría al ver su propio reflejo, mientras las hermosísimas niñitas como hipnotizadas por cada frase de Darío armaban escándalos cada vez que el otrora nerd del grupo entraba al salón. Viviana fue la elegida por su propio ego, de grandes caderas y unas piernas bellísimas, fue la seleccionada por Darío para entablar lo que de entrada parecía ser una relación, Viviana tenía una mirada incluso más azulada que la de él, pero cada vez que era tomada de su mano, sus piernas y pómulos temblaban de rubor, furor; quien sabe si amor. Sus tres grandes compañeros fueron víctimas conscientes del próximo juego del nuevo Darío, quien encontró en aquella robusta señorita, la imagen perfecta; curiosa similitud física de lo que buscaba: a Lucrecia. Aquella Lucrecia citada por Mario Vargas Llosa en su obra Los Cuadernos de don Rigoberto sodomizada a su gusto por una encantadora personalidad, ahora la prolija narrativa del peruano no estaría tan alejada del galán Darío, y su novia; Viviana. La señorita fue dejando rápidamente el camino de la moral y “decencia” y se dejó llevar por toda clase de juegos eróticos y sexuales, encantada por la sublime personalidad de su novio, diciendo SI a toda insinuación o juego del que Darío (O Rigoberto, ¿quién sabrá?), disponía. Esos tres amigos de andadas de Darío habían disfrutado desde el perímetro todos los cambios y las respectivas consecuencias padecidas por él, pero lo que más los cautivó, entristeció, asusto y a la vez, calmó fue darse cuenta lo tenebrosa que había transmutado aquella personalidad inocua de Darío, un día llegó contando la terrible noticia de la ruptura con Viviana (evidente, fue ella la que por algún motivo renunció a su encanto), todo esto dramatizando una especie de discusión en la que ella había confesado haberle sido infiel, quizás unos cuantos besos con un chico menor que ambos, la macabro del relato de Darío fue que mientras ajuntaba las piezas de la conversa en el rompecabezas imaginario que pintaba con gestos frente a sus amigos, a su rostro asomó una gran sonrisa maquiavélica, casi disfrutando aquel “Fatídico” momento, fue cuando sin respingos, uno de los testigos del relato le preguntó como una flecha envenenada al narrador. “¿Por qué la sonrisa? ¿Qué tiene de alegre eso amigo?, dejando en el ambiente un frio silencio que antecedería a una respuesta jamás pensada por su grey, “Se dio todo como lo supuse, justo como lo dijo Flaubert en su Madame Bobary” Dijo mientras sacaba un nuevo cigarrillo, Esas Palabras que quedaron encerradas en aquel círculo de amigos, con el eco de la resonancia subdividida en algo peor que esas flechas en forma de pregunta. Definitivamente, Darío no era el mismo. Estaba a la intemperie de la imaginación de todos los grandes autores voraces que viven de la imaginación, estaba transmutando constantemente de acuerdo al libro que se hallara entre sus dedos: no era ni él, ni era nadie.
Darío llevaba una semana sin esbozar sonrisa alguna – de esas típicas de su encanto físico, ni emitía palabra alguna en clases, tampoco se dignaba a escuchar jazz, ni a fumar ni a leer. ¿Estaría sufriendo alguna nueva transformación? –todos se preguntaban-. Un día surgió en el grupo una pregunta un tanto directa y mordaz, tan hábil como el propio Darío, ¿Amigo, eres feliz? A lo que Darío solo respondió con una seca frase que enmudeció el entorno, pintando de blanco y negro los traslúcidos rostros del colectivo. “Lo he hecho todo, tengo una linda familia y soy feliz. Pero hay algo que no me deja sonreír, ya lo dijo Coelho alguna vez, “Un buen día, llegaré a la conclusión de que la vida es así, de que es inútil rebelarse, de que nada cambiará. Y me conformaré”. Algo me pasa amigos, pero no se asusten, se me olvidará.
Sus amigos se quedaron perplejos ante tamaña confesión, un viernes al salir de clases él dejó su mochila en el aula y salió cuan espectro irreconocible y desapareció entre los árboles del jardín de su colegio. Sus tres esbirros de lucha se preocuparon al notar que Darío desapareció – sin ánimos de exagerar – dejando su bolso, un cuaderno y el libro azul tornasolado que se encontraba leyendo y que ellos desconocían. Uno de ellos se tomó el atrevimiento de husmear entre sus cosas, cuando de pronto una brisa helada recorrió sus sienes, encorvando su torso, chillando por dentro. Palideciendo sentado en el puesto de su amigo mientras ojeaba quién sabe que. Fue cuando decidió tomar fuerzas, olvidar las posibles malas impresiones de su lectura y entonces la compartió con sus otros dos compañeros con un aire a luto que no dejó duda alguna en el ambiente. Diciendo “Muchachos, yo espero estar equivocado, pero creo que no volveremos a ver más a Darío, no tomen mis palabras como una certeza irrevocable” finalizó mientras señalaba el libro que se encontraba en el mesón del galán. Cuando los otros dos chicos se acercaron sintieron el mismo temor del primero. Mientras uno de ellos, casi con la intención de poner punto y final a esta obra dijo en voz alta y sonora “Veronika decide morir de Paulo Coelho”.

Efectivamente, esa fue la última vez que vieron a Darío, muchos rumores caen sobre su ausencia pero solo estos tres muchachos, testigos oculares de las múltiples personalidades de su amigo, supieron a ciencia cierta y con la certeza de quien conoce y sabe, cual había sido la última transmutación de su gran compañero.
Poeta

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