Textos : Tormento Indio para un Séptimo de Caballería. |
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Tormento Indio para un Séptimo de Caballería.
En mi finca de Los Molinos tengo un cobertizo en el que crío buitres leonados. Son unos animales hermosísimos. Tienen los ojos azules como el de algunas mujeres. Y sus picos son hachas guerreras indias. Los alimento a base de filetes de ternera y de cerdo, algún trozo grande de vaca muerta, que ellos desollan y destrozan hasta los huesos, y algún que otro animal muerto. El cobertizo es inmenso, parece el palacio de un rico al que hubiesen embargado todos los muebles hasta dejar su residencia vacía, como un desierto. Unos grandes ventanales de rejas dan al sur caliente, por donde penetra la luz del sol en verano como un viejo alacrán venenoso. Los buitres son un primor, una metáfora de mi pluma sangrienta, algo que me dice que tengo más de indio que de séptimo de caballería, me encanta su plumaje. Sobre las perchas se llevan horas y horas acicalándoselo. Yo me dedico a observarlos en la ciudad por medio de un circuito cerrado de televisión. Sólo mis amigos más íntimos conocen de su existencia, de otro modo la policía ya me los habría requisado. Los he alimentado incluso con serpientes muertas a las que yo mismo decapité. Los he ido criando desde que eran huevos robados en los cerros de la sierra de Cazorla. Si la guardia civil me hubiese atrapado hubiese pasado quince años en la cárcel. Tengo doce maravillosos y extraños ángeles funerarios. Doce hachas guerreras indias sedientas y hambrientas de carroña. Corcheas de platino irisado dan a la música el aspecto tornasolado de marrones elegíacos, y sus ojos azules y grises, como el de algunas mujeres y gatos, son perfectas llamaradas de luz felina para unas aves dantescas. Para los romanos eran aves de buen augurio y los egipcios tenían debilidad por ellos. Como versiones plumeas de las hienas son espectaculares. Hacen mi delicia cuando los veo acicalarse sobre sus perchas, inmóviles como estatuas de ónice plumado. Cuando rodean el trozo de carne muerta en descomposición que deposito sobre el centro del cobertizo parecen una famélica cohorte de viudas ricas con abrigos de visón sobre un marido muerto, plañideras glamurosas que quisieran resucitar al muerto a base de picotazos. Rodean la carne y parecen una anémona marina en movimiento, una ocre y marrón anémona marina que se agitara en un mar de corales tupidísimos. Qué agradecidos son cuando comen de mi mano un filete de ternera rojo y sangrante. Sus picos espectrales son hachas de un verdugo, cuchillos de un carnicero esquizofrénico. La semana pasada fue el crimen. El poeta había osado en comparárseme. Había dicho: rosas brillan perfumando la carroña, refiriéndose a mi obra poética, el insulto era intolerable, inadmisible, esperé tres eternos meses hasta que el incidente estuviera olvidado por todos, por todos, claro, excepto por mi. Lo secuestré en la parada del autobús. Pagué a dos sicarios colombianos para que me ayudasen, el poeta era flacucho y miserable, afeminado, tenía unos bracitos minúsculos, como de mujer, y aunque quiso resistirse no pudo con los dos leones de la FARC que yo había alquilado. Lo llevaron a mi cobertizo y se desentendieron de él, les di ciento veinte mil euros a cada uno, me salieron muy caros, unos moros habrían ejecutado el acto por la cuarta parte de ese dinero. Estaba desnudo y atado con alambres en mitad del cobertizo, esperé a que los buitres lo vieran, estuvieron sin comer una semana, asustados por los gritos que daba el poeta, pero finalmente le dieron el primer picotazo en los ojos. Le arrancaron un ojo de cuajo mientras otro de los pájaros escarbaba en su nariz, el poeta chillaba como una rata. Con las garras le arañaban el pecho, otro buitre empezó por unos genitales de pacotilla, cuando le arrancaron de un picotazo el glande el poeta se quedó inconsciente, despertó cuando uno de los buitres le arrancaba los labios de un profundo y avaricioso picotazo. Hurgaron sus tetillas sonrosadas, todos abalanzados sobre él, como un concierto de violines sombríos. Así no volvería a meterse conmigo. En unas horas solo quedaron los huesos. Pobre poeta, hasta lo echo de menos, era un critico pésimo. Tuvo su merecido. Rodeado de plumas, como los grandes escritores. ........................................................................ Francisco Antonio Ruiz Caballero. |
Poeta
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